. Por Germàn Santiago(I)La infamia es el arma de los que no tienen alma. El alma se alimenta de espíritu, sustancia y aliento para propagar la bondad y el amor; es la fuerza moral y emocional que mueve a las personas a trascender positivamente por la vida. La infamia, en cambio, responde a la fuerza del mal y a las conspiraciones de los cobardes; es el medio más destructor que haya conocido la humanidad después del pecado original, igual o peor que las conflagraciones y las guerras. Alimentada de odio y de rencor, la infamia tiene como punta de lanza la miseria humana y es la mentira su eco de propagación. Impenitencia y orfandad rodean al infame. . Pueda que sea la ambición lo que origine la infamia; la envidia, el egoísmo, o la enfermedad de la conciencia que ataca a los seres miserables que no pueden volar, y que por lo tanto, se arrastran como reptiles de la más penosa especie; de esos, cuyo destino final, en su corta ruta por el mundo, es el precipicio de la Mosquera, allá a donde van a parar las rapiñas para alimentarse de putrefacción. El infame no carga una cruz, sino que arrastra una cadena. La cruz, que nos legó Cristo Jesús, la cargamos todos. Es el sino de la vida. No importa la posición social; ni las razas ni los abolengos; ni las bellezas ni las fealdades; ni los tamaños ni las dimensiones. En el caso de las mujeres, hay quienes la llevan debajo de la falda, y hombres que cargan con ella como fardo entre sus pantalones. Algunos la llevan en la sangre y entre sus médulas, en una lucha a muerte por la vida con alguna enfermedad Terminal, congénita o heredada, y otros, la cargan en su conciencia, padeciendo su propio pecado de vida o el de sus congéneres. "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra", exclamó Jesús (Juan C. 8) ante los fariseos que intentaban apedrear a la mujer adultera o "fornìcara". Ese no parece el caso de los infames, de los que se arrastran en el camino, de los que no sufren por su sequedad de espíritu pero que pueden camaleonarse y escabullirse; de los impenitentes, de los que como la fiera insaciable cometen a diario su propio pecado de muerte. La infamia es la principal condena de quienes la cometen, en ocasiones en cofradías sin que la víctima si quiera se entere y tenga oportunidad de defenderse. El infame es con frecuencia genial, experto en actuar de forma velada; es sádico e inmoral, es un azote, como diría Bolívar del talento sin probidad. Poner zancadillas, confundir, desinformar y destruir reputaciones ajenas, casi siempre contra personas justas e inocentes, son algunos de los inusufructos frecuentes de los infames. La infamia parece generar hoy más escombro que la guerra. Escombro, destrucción y muerte. ¿Quién no ha sido alguna vez víctima de la infamia, y ha visto o sentido que alguien, impulsado por esa cadena maldita, le persigue y le pisa su huella como el asesino que se esconde en la oscuridad? A veces se viste de oveja para escoger a su víctima o se le acerca a usted para contarle con rostro palideciente. El infame anda hoy por donde quiera; sitiando los caminos, contaminando el ecosistema y asaltando las oficinas como el ladrón que usa la pata de cabra para entrar a la casa habitada ¡y ya! a cuenta de vidas indefensas, salir al trote con el buche lleno y las manos ensangrentadas. Los hay que andan vestidos de gala, portando hábitos santorales, con espejuelos de científico y caras de ángeles caídos de las alturas. Obras inmensas se han escrito para medir el grado de destrucción de los infames.. Víctor Hugo escribió "Los miserables" y luego dijo que la ilustración prejuiciada hace más daño que la brutal ignorancia. Jorge Luis Borges le dedico una de sus obras, en su Historia Universal de la Infamia. Juan Bosch también, en una cuyo título original debió ser "El calumniado". Después de Joseph Goabbels, es ya una maldita costumbre que las mentiras repetidas se conviertan desgraciadas verdades. Difama, difama, que algo queda…. a golpes de lágrimas, impotencia, sufrimiento, más que de sangre derramada. (II)Luego, yo perdono a los que me han difamado y también (y llamo a reflexionar) a los que han creído a los infames para indisponerse contra mí. Para negarme mis derechos, para perjudicarme. Tengo abundante memoria para recordar y para agradecer. Y demasiadas motivaciones para perdonar, entre ellas, a mi madre y abuela vivas, y a mis tres pequeñas hijas, Diana, Michelle y Leonela Margarita. El espíritu de la navidad me conmueve para perdonar a los que me han difamado y han dicho de mí cosas terribles, mentiras impublicables. También pido perdón para mí, consciente como lo estoy de que con mi perjuicio y dolor salen también afectadas las personas que amo, me rodean y dependen de mí. Tengo que exponerme a la verdad y aceptar la prueba. Antes de que el gallo cantara, Pedro negó tres veces a Jesús y Dios lo perdonó. ¿Si Dios perdonó a Pedro, aún haya intentado castrar mis méritos y honor con infamia llevadas como muletas aquí y allá, por qué yo no? ¿Qué sería del ser humano sin el espíritu de alegría y de perdón de la navidad? Con la misma ansiedad de espera que las aves reciben el intenso verdor de los árboles en primavera, aguardamos cada diciembre los aires navideños, el nacimiento del niño Jesús y la llegada de un año nuevo, ambiente de comunión donde se olvidan las pesadumbres y se endulzan las emociones. Acabo de llegar del campo en que nací, donde visité el jardín que mi madre sembraba de Lila para que no se secara y lo encontré florecido como la primera vez. De allí regresé lleno de vida y de libertad. ¡Que lindas son las aves pequeñinas jugueteando de rama en rama y que en Moquita, donde mi madre me trajo al mundo, siguen cruzando en oleadas por los aires! ¡Y el agua que sigue cayendo sobre la poza allá en el caño, donde mi papa dejaba que me bañara, venida desde lo más alto de la montaña! Los sueños de niños son como las montañas que bajan al río a alimentarse de agua, y que con los aires de pascua se llenan de vitalidad. Recuerdo que antes que amaneciera y el alba despuntara su luz de nuevo día, mi padre hacía sonar su corneta de voz autoritaria, el niño despertaba y la madre ya levantada, con el desayuno puesto sobre la mesa, le pasaba su mano cálida por la cabeza y el niño cerraba sus párpados y volvía a subir a la montaña, pero el padre siempre despierto y alerta, volvía a alzar la voz, salía por la puerta del frente y el niño lo seguía sin pronunciar una palabra. Ese era yo. Antes de que regresen a su hábitat natural, a lo más alto del cielo o de la montaña, quiero aprovechar los aires de estos días para abrazar y perdonar a través del mensaje de pureza, amor y de paz que nos trae el espíritu navideño. ¡Feliz navidad y perdón para los que nos han difamado y que el nuevo año nos colme de realizaciones, armonía y prosperidad.