Si la memoria no me falla, yo hable una vez con Frixio Timoteo. Una sola vez lo vi de frente para darle un mensaje urgente de mi padre, que lo invitaba a una reunión en Moquita.
Ocurrió en los primeros días de diciembre, y lo recuerdo muy bien, por la brisa fría, que cual enjambre, bramando desde la cumbre, se enseñorea por el pueblecito donde nací, con una mezcla de sensación alegre y triste que contrae los alrededores.
_Nada más dile que la reunión será ese domingo… y no te entretengas ni te tardes.
Como sabía que tenía que subir cuestas, el viaje lo hice al lomo de mi burro Echor, el mismo que me llevaba con frecuencia a los cafetales. Esta vez, como signo de mayor seguridad papá le puso el aparejo y le afianzó el freno, y con una palmadita por detrás dada al animal, me despidió diciendo:
_Que Dios te acompañe y no temas en preguntar, que preguntado se llega hasta Roma, hijo.
A pasos firmes salí en mi burro Echor que solía subir y bajar lomas tras lomas sin protestar, como aquellas que había que alcanzar, rebasar y reescalar para llegar a Los Limones, donde vivía el bendito hombre, con tanto poder en su entorno ( y que me parta un rayo si exagero) que para llevar agua a sus predios logró construir un canal por tierra a través del cual hizo desviar hacia arriba contra la corriente y en dirección al Mogote, parte del cause de Arroyo Bellaco.
A decir verdad –y Echor no me deja mentir- era el mismo río multiplicado, ya que las aguas impulsadas y haladas a presión por unos extraños bombeos sumergibles llegaban a un punto en que se reproducían hacia distintas direcciones para ir a parar, a través de unas tuberías, parecidas a la gramínea leñosa, que a veces colgaban como cordeles sobre el vacío: a los pastos que alimentaban las reses separadas por miles de un solo color, y a los batatales que con sus raíces telúricas quebraban las vértebras de aquellas lomas, hasta crecer y creer y convertirse en peñascos enormes con sus cabezas de asombro en la superficie.
En el trayecto no encontré un mime de esos que se amontonan sobre las heces fecales, ni una zancuda olfateando la mugre del pantanal. Sólo flechas apuntando hacia arriba y espantajos de miedo y de terror. Y allá, como se guarda el tigre en la selva, y el salta cocote en La viejaca, después de cabalgar y cabalgar di con el bendito hombre, el cual ya conocía por sus esporádicos cruces por Moquita, donde vivían varios de sus compadres.
_Dímele a don Gelo, que allá estaré puntual y dámele saludo de mi parte -, me dijo aquel hombre tan corpulento, que visto así de cerca y desde abajo, a mí me pareció un gigante. Hasta mi Echor se impresionó, pateó y reculó cuando estuvo ante él.
De allá salí escoltado por varios hombres que me regresaron por un camino distinto y más corto, y me dejaron en plena carretera. Al vernos de vuelta a casa ya entre amigos y personas conocidas, avanzando por una vía de lodo y piedras, que podíamos recorrer sin miedo hasta con los rostros vendados, mi Echor y yo nos sentimos dos seres resucitados. Y hasta entonamos canciones que le había yo escuchado a Baudilio, que nos hablaban de un mambrú que fue a la guerra y del niño pródigo que regresa a casa sano y salvo.
Lo cierto fue que jamás me había sentido yo tan temeroso ni tan impresionado. Ni Aurelio Campusano, tan feo y tan malo allá en el séptimo cruce del río, me había causado tanto terror. Ni Anselmo Marcelino vestido de màscaro. Ni La viejaca en los días de horror y miedo, cuando Sirì, el haitiano que se convertía en Galipote, la ponía a competir con La mosquera.
Fue demasiado lo que vi, que nunca había visto y ni siquiera imaginado en mis sueños de niño atormentado. Cuando llegué a mi casa volví en sí, con mi padre esperándome en la puerta, sin felicitarme, sólo preguntándome que cómo me había ido, qué si pude dar el mensaje; con mi madre mirándome con su cara de virgen, con la mesa todavía puesta y la comida caliente.
_Me alegro volver a verte, hijo. Ven comes para que repongas tus energías. Hoy fue un día duro para ti y mañana pueda que no sea diferente.
_Pero madre, tengo cosas que contarle, fue demasiado lo que vi.
_Comes primero y después me cuentas, ven comes.
Y poco después, mi madre, llevándome con ternura a un lugar donde solía llevarme cuando quería que habláramos a solas, me tomó por el brazo y me dijo:
_Ven ahora cuéntame, dime ¿Qué fue lo que viste que te puso así, que te dejó tan atribulado?
Y no bien comenzaba a contarle, acomodándome sobre sus piernas, cuando me dormí, cómo acostumbraba a hacerlo en ocasiones, después de llegar agotado de un día de trabajo duro en el cafetal. Entonces soñé, y en el sueño recordé lo que despierto no pude contarle a mi madre.
Soñé que arando la tierra vi bueyes de dos cabezas que parecían elefantes y una hilera de vacas de cuatro chifles que llegaban a lo más alto de la cordillera.
Vi un tropel de mamíferos rumiantes de ocho patas parecidos al rinoceronte, que corrían sobre mí para aplastarme.
Vi a mi Echor lanzado por La mosquera con sus cuatro patas rotas pidiéndome que lo rescatara.
Vi puercos de engordes tan grandes que parecían caballos y a hombres extraños de cráneos deformados y ojos pequeños como lagartos inconmovibles.
Vi a reptiles con agarras como escorpiones y alacranes hablando con aves y animales con rostros de gente.
Vi una plantación tupida de naranjos enanos con frutos tan grandes y muchos que aprecian racimos de cocos gigantes y matas de palmas paridas de plátanos culebruses.
Vi la tierra dando vuelta y las lomas topando el cielo, juntándose.
Vi perros rabuses uniformados, con trajes, con capuchas y con turbantes.
Vi rapiñas riendo a carcajadas con sus picos de sangre y de fuego caminando sobre otras aves que parecían cadáveres; y otro tropel por lo aires amenazante.
Escuché voces desamparadas que venían como del fondo de la tierra.
Vi a hombres y mujeres sin cabezas trabajando sobre terrenos movedizos.
Oí niños gritando pero no los vi, cuando intenté hacerlo, buscando con la mirada, los hombres que me escoltaban, me lo impidieron, con sus voces autoritarias diciéndome: "Esta prohibido mirar, coja su camino y váyase".
Sentí las manos de mi madre moviendo mi cabeza y su voz llamándome para que volviera en sí. Caía la tarde cuando desperté y mi madre me invitó a pasear por el jardín de violetas donde se olvida la pesadumbre y se endulzan las emociones.
El domingo subsiguiente, todavía afectado por mis visiones, se hizo la señalada reunión y vi cuando llegaron en grupos unos hombres, todos montados en mulos y caballos, cuyas pisadas y relinches, impactaban los alrededores. Frixio Timoteo no fue el primero pero tampoco fue el último en llegar y lo hizo seguido de sus dos hijos mayores, robustos, de pelo hirsuto y de cejas frondosas, cruzadas y disformes .
_Parecen extraterrestres-, me dije en mi imaginación de niño.
Después de asegurar las jàquimas, halándolas con violencia por las riendas que hacían sangrar los colmillos de los animales, y enchumbaban sus frenos de espuma, se sentaron todos en la enramada, justo en sillas y bancos que servían de asientos a los participantes en las veladas que todos los domingos sin cesar, salvo ese día que era domingo 27 de diciembre, organizaba mi papá.
Aquella fue también una reunión de alcaldes, pues hasta tío Tolèn, que lo era a mucho honor de Moquita, participó y se le oyó hablar como pocas veces, agarrándose su blasón y a veces su machete que como autoridad sólo él y sus iguales, podían llevar.
_¿Qué hablaban aquellos hombres, en ocasiones en alta voz y frunciendo el ceño como si fueran a pelear?-, me preguntaba yo que sabía poco de cosas mayores excepto montar mi Echor, trabajar la tierra y cumplir con las encomiendas de mi papá, incluso con aquellas que me hacían temer y delirar.
La reunión terminó de la misma forma como se inició con aquellos hombres recogiendo sus armas, filosas y de fuego, que habían entregado a papá en la puerta, despidiéndose y saliendo de forma brusca al trote de sus cabalgaduras.
En vez de correr y avanzar a paso doble, como lo hacía yo en mi Mula canela y mi Echor, vi algunos de aquellos animales, con las espuelas clavadas en sus flancos, chispear y saltar como si fueran a romper sus herraduras.
_¡Van acabar con las piedras de Moquita-, casi le voceé con el pensamiento.
Luego vi a mi padre con cara de preocupación. Lo vi hablar con mi madre a solas como buscando opinión (cosa extraña) y luego salir caminando a reunirse con Tío Tolèn en su casa ubicada a unos 50 metros de la nuestra, pero en un firme. Lo volví a ver al otro día ya más calmado y pensé que no pasaba nada.
_Mi padre parece que ya resolvió su problema-, me dije todavía muy preocupado por él, y seguí aparejando a mi Echor para irme al cafetal.
Se fue diciembre, pero la brisa fría casi hiriente que bramaba desde el Mogote siguió reinando durante los otros meses.
Pasó la primavera sin las tradicionales lluvias de mayo que hacían florecer y reverdecer los árboles del camino que por El cruce conducía a Moquita.
Llegó el verano, y con ello, los días siguieron transcurriendo secos como casi siempre. Tibios y sin el rojo amanecer. Callados y casi tiesos, con la flor del framboyán sin repollar. Con las hojas del laurel precipitándose, anunciando la llegada de un otoño cruel. Con su color amarillento sobre el lecho del río triste y el trayecto siempre alerta del pueblecito, que soportaba en silencio el trotar de los viajeros que seguían pasando a veces en tropel, desafiando los dominios de Sirì para llegar a la zona atlántica y de allá, quién sabe, a cuáles otros dominios.
Por El cruce, que conduce al pueblecito donde yo nací, siempre reinó el apuro por llegar, un correr con miedo de mirar atrás o de volver, tanto de día como de noche, con ribetes de ansiedad y polvo, que desde junio, que marca la mitad del año, se hace intenso hasta diciembre, cuando el rigor de los sistemas frontales todavía amenazantes de los días huracanados, comienza a distender; y el aire puro de la montaña, a veces con niebla y otras veces con su llovizna hiriente, baja y penetra por las rendijas de las viviendas y anestesia al niño que duerme.
¡Que lindas son las aves pequeñinas jugueteando de rama en rama y que en Moquita se ven pasar en oleadas por los aires!
¡Y el agua que cae sobre la poza allá en el caño venida desde lo más alto de la montaña!
¡Que fuerte se ve mi Echor alimentado de ramas cortadas del bosque por mi padre! ¡Y las flores del jardín que mamá sembró de violetas para que no se secara!
Los sueños del niño son como las montañas que bajan al río a alimentarse de agua.
¡Si el barrancoolí está callado pueda que duerma feliz sobre su triste lecho del acantilado!
¡Nada la ciguita sobre el manantial y el niño sonríe al verla cantar!
Antes de que amanezca y el alba despunte su luz de nuevo día, mi padre hará sonar su corneta de voz autoritaria. El niño despertará y la madre ya levantada, con el desayuno puesto sobre la mesa, sin delantal como el que usa Mamá Tila allá en la Finca, le pasará su mano cálida por la cabeza y el niño cerrará sus párpados y volverá a subir a la montaña, pero el padre siempre alerta y despierto, volverá a alzar la voz, saldrá por la puerta del frente y el niño lo seguirá. Son las seis de la mañana, el día está nublado y truena, pero no lloverá. Y cuando el sol, ya extendido sobre la loma, corte la silueta de mi padre por la mitad, habremos de estar los dos haciendo la entrada al cafetal.
_Vete tú a Los mates y cortas comida para los animales, traes yerba de guinea y ramón, y olvídate del pachulí que sólo sirve para perfume y jarana. Consigues leña de buena madera y nos vemos en el rancho en tres horas.
(Fragmento del Décimo Capítulo de la novela La Leyenda de Moquita)