Antes de entregar la segunda parte de la recreación histórico del famoso pleito del hombre matado por los catorce compadres hace 40 años allá en la zona donde yo nací , quiero ofrecerle esta otra historia, la de Francisquito, historia verdadera aunque usted no lo crea.
(I)
Santo Domingo.-Moquita es el pueblecito donde yo nací. Es un diminutivo de Moca y de allí es también Cheo, el director de este periódico. Para llegar a Moquita hay que pasar por El Cruce, que de regreso a la carretera, da lugar a Puesto Grande, una suerte de parada obligatoria, de ida y de vuelta por la Cumbre, la Villa Cafetalera, Villa Trina, el Mogote y Jamao al Norte.
Más que una convergencia de puentes, que apuntan hacia todo tipo de destinos, Puesto Grande, era en otrora, la conversión de las mil una esquinas; un punto de comunión de ensueños y de conquistas, y el escalar previo y citadino de cuántos viajeros y comisionistas, pasaban por aquella carretera medio siglo después de haber sido el trampolín de sangrientas luchas, incluso, entre bolos y coludos, para alcanzar los altos y las lomas en busca de timaciòn y de aventuras.
Otros, entre ellos, negociantes y políticos, en plena tiranía trujillista, lo hacían para verse con el ciego Manta, el brujo y curandero, que tenía su consultorio en un lateral de tolerancia del lugar. Allí se aparecían, a veces, con toda su aparatosidad, deprimidos y sobresaltados, y regresaban tranquilos y gozosos a la ciudad, por los augurios enmantados del ciego en su época de agosto.
Para los hambrientos que llegaban secándose el sudor y sacudiéndose el polvo, ansiosos de llegar como chichiguas a su destino, la panacea eran los comerciantes, entre ellos Juan María Del Villar, que ofrecía refresco Imperio, queso con casabe, y de postre, un coconete, que decía, “era hecho con harina pura y melaza importada del ingenio Montellano”.
Cuando los extraños que viajaban en jeepes “ojos de lechuza” -como les decía mi tío Alcibíades Gómez allá en Los Pozos- entraban a la tienda de provisiones mixtas de Del Villar, a tomarse un refrigerio o a comprar algún artículo de regalo, solían preguntar al propietario del negocio (siempre sonriente detrás del mostrador) lo que significaba todo aquello, era la hija menor del comerciante, Consuelito, la que con gracioso sarcasmo, respondía:-“Bébase su Imperio, amiguito, y si usted quiere disfrutar de una coca cola en el desierto y la última maravilla, tome el camino de Moquita”.
La verdad debe ser dicha: después de disfrutar la gaseosa de Nueva York, obsequiada por Marilìn Victoriano allá en el Bronx, del refresco mocano no me acuerdo, pero del coconete sí, que era toda una ambrosía, sólo superado en delicia y demanda por la arepa endulzada con miel de abeja que preparaba Mama Tila, y que se vendía sellada en la bodega de Guelo Marcelino, que se encontraba al frente, en una de las esquinas, de Los Puentes, donde también se ofrecía boruga, habichuelas con dulce, hierba seca de pachulí, hojas de ruibarbo, aceite de culebra, resguardos, manteca de cacao y pasteles en hoja de los de Francisquito*, tan exquisitos y rellenos, que ya antes habían sido toda una celebridad en la capital.
II
Francisquito había establecido finalmente su negocio en Los Puentes, después de su segundo celebre fracaso en Santo Domingo, donde tras el ajusticiamiento de Trujillo llegó en la cola de un camión, de los que viajaban al mercado, llenos de víveres y aguacates.
No sólo vendía pasteles en hoja hechos de llonsa *, rulo y yautía que conocía como buen conuquero, “que ni engordaban ni embrutecían”, sino pastelitos tipo empanadas, todos rellenos de carne de pollos y de vacas, que compraba en calidad de piltrafas en el mercado y el matadero y luego molía y sazonaba dándoles un sabor que alocaba y olía.
Como pequeño empresario, la prosperidad de Francisquito fue fulminante por barrios y calles de la capital, donde competía con las freidurías y las mondongueras, que además pregonaban tripitas, bofe, friquitaquis y molsilla. El éxito le sonreía y el dinero lo hacía en papeletas puras que guardaba metido en una maleta vieja colocada debajo del camastrote donde dormía.
El miedo al robo, por el mito trujillista aún permanecía, pero un día alguien le aconsejó a Francisquito que no se confiara y que fuera y depositara su dinero en un banco. Dejó de trabajar una mañana y así lo hizo. Tomó su funda donde había papel moneda y monedas metálicas y se apersonó a un banco que había en la calle Isabel La Católica, en una zona que perfectamente conocía.
El guardia de seguridad en la puerta lo acercó a una de las ventanillas donde una joven hermosa sonreía, y sin apreciar bien el rostro de la empleada, le dijo: “Guárdeme eso ahí, señorita, que yo lo vengo a buscar después” y salió apresurado para volver a su trabajo, sin que la joven llegara siquiera a entender el mensaje, o mejor sea dicho: la empleada pensó que la persona estaba apremiada por alguna necesidad fisiológica y que volvería al rato. Advirtió el contenido del bulto, esperó y al ver la tardanza dio aviso al mismo guardia, quien salió presuroso en busca de Francisquito que ya había desaparecido sin dejar rastro.
Deseoso de buena publicidad y quizás buscando reposicionar su crédito, el banco puso un aviso en La Nación, dando un plazo de 15 días para que el extraño cliente pasara a regularizar su situación y no perdiera su dinero, que de lo contrario iría a parar a un asilo de anciano como donación, pero resulta, que además de que Francisquito era analfabeto, tampoco sabia nada de eso de periódico.
Y fue así como al cabo de varios meses volvió a buscar su dinero y cuando llegó a la misma ventanilla, ahora atendida por un hombre cara de palo, fue tildado de loco peligroso y mandado a sacar por un guardia que tampoco era el mismo de la primera vez. Victima de la torpeza que consideraba una estafa, presa del llanto y los manotazos dados con impotencia sobre el lecho donde dormía, frustrado y casi deseoso de haber muerto, volvió Francisquito a su campo.
Las imágenes que pasaban por su cabeza, una vez lo animaban y otra vez, lo aturdían. Recordaba la vez cuando recorriendo El Conde (la vieja calle Clavijo), un poeta sorprendido, que en plena tiranía llamaba chacal a Trujillo, le dedicó unos versos a sus pastelitos, mientras los disfrutaba -obsequiados por Francisquito- sentado en un negocio de nombre La Cafetera; y cuando unos actores mexicanos que filmaban una película en la Ciudad Colonial, posaron ante las cámaras junto a él, exhibiendo en bocas y manos sus sabrosos pastelitos. Como la película nunca se exhibió en el país, no se sabe si Francisquito apareció en ella como actor secundario.
Lo que si se sabe, es que ya repuesto de aquel primer fracaso, Francisquito intentó de nuevo buscar suerte en la capital, pero vino la guerra del 65 y por poco lo matan en una mañana de abril que intentó cruzar el puente Duarte -con su lata repleta de pastelitos ,cuando varios aviones venidos de la base aérea de San Isidro, enviados por Wessin y Wessin para impedir el paso de los de los constitucionalistas, impactaron sus proyectiles sobre aquella mole de cemento y acero, que los remanentes trujillistas decían eran como los forros del jefe redimidos.
Así regresó Franciquito por segunda vez a su lugar de origen, pensando en su lata de pastelitos que había ido a parar al río y recordando a Mama Tila, que el día que lo despidió allá en El cruce por segunda vez le dijo estas palabras: “Que el señor te me acompañe hijo, y si no te va mejor ahora tómalo como otra prueba de Dios a sus buenos hijos, y regresas que esta es tu casa”.
Y así también lo hizo, temeroso de intentar la vencida, habiéndose instalado en El cruce, con tan buen acierto que ahora sus pasteles en hoja se ofrecían crudos y listos para la cacerola hirviendo, envueltos en un papel especial de conserva y con el sello de calidad de Mamá Tila. Desde entonces los fracasos capitalinos dejaron de atormentar a Francisquito y entusiasmado, sin saber nada de política, se unió al coro que desde La Vigía hasta Moquita, pasando por Los Puentes, decía: “Entrégate Wessin, entrégate, no dejes que la sangre llegue al río”, en abierta alusión al llamado que desde plena calle El Conde hacían los constitucionalistas que pedían el regreso de Juan Bosch, por una red de emisoras capitaleñas.
El texto contiene fragmento del Segundo Capitulo de la novela La Leyenda de Moquita.