¿Se llevará Ariel Sharon su secreto a la tumba? Es posible que ya no sepamos nunca cuál es la verdadera personalidad del líder israelí; si el general que propugnó durante la mayor parte de su vida la construcción del Gran Israel, del Mediterráneo hasta más allá del Jordán; o un aspirante a estadista, al que tantos y tan amables observadores prestaban la intención de llegar a una paz viable con el pueblo palestino.
El antiguo embajador norteamericano en Israel, Martin Indyk, que ha microseguido la evolución del personaje, elaboraba el mes pasado, en una reunión del Centro Internacional de Toledo, una teoría como de la Santísima Trinidad aplicada a Sharon. En su persona, decía, viven tres encarnaciones: el soldado, el político y el estadista. La primera, digamos el “padre, es el general que ha hecho siempre la guerra a los palestinos”; el que, en junio de 1982, como ministro de Defensa –juran–, engañó al primer ministro de su partido, el Likud, Menájem Beguin, haciéndole creer que se trataría sólo de una incursión rutinaria, para embarcar a Israel en una invasión en toda regla al Líbano. En la contienda, las tropas israelíes facilitaron transporte y vía libre a través de sus líneas a los guerrilleros cristianos de Eli Hobeika, para que masacraran a más de un millar de palestinos no combatientes, mujeres y niños entre ellos, en los campos de Sabra y Chatila, cerca de Beirut.
Sharon, que hubo de pagar “por ello que lo cambiaran de cartera”, se hallaba a distancia de prismáticos del campo, sin que moviera un dedo para detener la carnicería. Ese Sharon no cree sino en la paz de la victoria militar, de la rendición palestina y su eventual deportación a los países árabes limítrofes.
La segunda persona, el “hijo”, como surgido del choque entre el militar –el “padre”– y la cruda realidad de una opinión internacional que haría muy difícil la aplicación de la sola fuerza, es el político, el operador, sin duda más, inicialmente, subestimado de Israel, a quien incluso algunos de sus próximos no atribuían capacidad de teorización alguna sobre el conflicto.
Ese Sharon ha sido, en cambio, el que ha corrido el espectro político israelí hacia la derecha del Likud, de forma que los que permanecieran, como él, en el ala menos ultra o pragmática del mismo se encontraban como por ensalmo en el centro de un nuevo arco de voluntades. Eso le ha permitido abandonar la formación que contribuyó a fundar en 1974 sobre el bloque del Gahal y el liberal Herut, que eran los partidos herederos del revisionismo de Zeev Jabotinsky, favorable a la construcción de un Gran Israel a ambas orillas del Jordán.
Y así es como, sintiéndose lastrado por un Likud en el que la extrema derecha pedía una votación para levantarse cada mañana de la cama, el pasado 25 de noviembre se libraba de esa formación para fundar un nuevo partido, Kadima (Adelante), centrista al menos en el carné de identidad. No hay ideología que embarace al primer ministro, excepto la del camino más corto para asegurar siempre la supervivencia del Estado de Israel.
Y, finalmente, inefable como el “Espíritu Santo”, hay un tercer Sharon, el aspirante a estadista que se hace glotón del reconocimiento universal; ese es el que, mientras aplicaba la más dura represión del terrorismo y aun del mero movimiento político palestino, planificaba el futuro sobre la base de una cierta idea de la paz, cuya primera etapa sería la evacuación unilateral de Gaza, concluida en septiembre pasado.
El ex ministro laborista israelí, Shlomo Ben Ami, subraya que la gran aportación de Sharon en sus cinco años de gobierno –desde marzo de 2001– ha sido un cambio de paradigma. Si al firmarse el acuerdo entre palestinos e israelíes, del 13 de septiembre de 1993, el leitmotiv de las conversaciones que siguieron inútilmente durante años era el canje de territorios –que sólo podía dar Israel– por paz –que sólo podían garantizar los palestinos–, Sharon ha logrado instalar ahora a la opinión nacional en una ecuación muy distinta: la de territorios por seguridad. No hace falta que los palestinos firmen nada, que tampoco piensan cumplir, sostiene esa teoría, sino que Israel evacuará toda la Cisjordania –pero nada de la Jerusalén árabe– que sea compatible con el máximo posible de seguridad para Israel; es decir, cuanto menos territorio, mejor.
Este personaje, en el que, según Indyk, no se estorban sino que conviven las tres encarnaciones para que cada una emerja cuando se la solicite, estaba ahora a punto de dar el mayor salto político de su carrera. Si hubiera ganado las elecciones del 28 de marzo, Ariel Sharon habría, seguramente, formulado la propuesta más desgarradora de su vida. Tras la retirada de Gaza, llegaría la hora de una evacuación unilateral de, quizá, unos dos tercios de Cisjordania –pero de ni una baldosa de Jerusalén– para que estos no tuvieran más remedio que fundar allí su Estado presuntamente independiente. Y ese “plan de paz” iría acompañado de una nota al pie: el acuerdo sería interino, a la espera de que la AP acabara con el terrorismo e Israel “pudiera” entonces negociar. Esa interinidad sería por tiempo, sin duda, indefinido.
Lo que sigue
Sucesión: Si un primer ministro israelí queda incapacitado, el viceprimer ministro asume por 100 días. Cumplido ese período, el presidente se reune con los líderes políticos y encomiendala formación de un gobierno.
Elecciones: Los problemas de Sharon no tendrían que afectar las elecciones del 28 de marzo. Pero sí podrían tener un impacto en el Kadima, partido, que promueve conversaciones de paz con los palestinos y gira en torno a su figura.
Posibles sucesores: Kadima atrajo a políticos de distintas tendencias. Entre los posibles candidatos a reemplazarlo figuran el ministro de Justicia Tzipi Livni, el ex primer ministro Shimon Peres y el viceprimer ministro Ehud Olmert.