Desde tiempos bastante lejanos a los dominicanos se nos ha inculcado la cultura de cogerlo suave, ganarnos la vida con el mínimo de esfuerzo e incluso tratando de destacarnos con las mañas de lugar para ocupar, o más bien usurpar, lugares que por honestidad no nos corresponden. Desde los estudiantes que avanzan de nivel apelando a los tradicionales “chivos” o simplemente apoyándose en la investigación realizada en equipo, pero a la que en realidad, aportó muy poco, nada, o menos que nada, hasta los personajes distinguidos de nuestro espectro social, político y económico que buscan aparecer en los medios de comunicación a como dé lugar y al costo que fuere, con tal de darle algún matiz divorciado de la incredulidad a su “bien ganado prestigio”.
Con vergonzosa frecuencia vemos mintiendo a numerosas personalidades que, en circunstancias normales, deberían ser nuestros espejos, pero que caen tan bajo en su genuflexión y enanismo conductual que preferimos que nunca nos comparen con tales en ningún sentido.
Con extrema tristeza y sin poder delegar las responsabilidades, porque es un problema de todos los que llevamos con orgullo en la sangre, el alma y el corazón la patria forjada por Duarte, Sánchez, Mella y Luperón, hoy preparamos el velatorio de las manifestaciones más arraigadas de la dominicanidad, incluyendo nuestra propia nacionalidad, en peligro real por los planes perversos que ya todos conocemos, de lanzarle a la República Dominicana, un estado con enormes deficiencias en todos los sentidos, como si fuera un pedazo de carne frita para una fiera hambrienta a la que daría lo mismo devorar todos los años de diferencias históricas, culturales, antagonismos, frustraciones y, máxime, rencores en reciprocidad.
Duele en el alma observar cómo algunos “dominicanos” se prestan para hacerle el juego a esos desmanes. Siempre me pregunto de qué lado de la isla habrán realmente nacido quienes así actúan.
Lo propio pasa con nuestro merengue, que parece no tener dolientes entre ciertos exponentes y comerciantes del género, pues por un lado dicen defenderlo, mientras por el otro contribuyen sin piedad a desintegrar no sólo la esencia del cadencioso ritmo vernáculo, sino a hundirlo en las aguas putrefactas de la marginalidad, embarrándolo de mal gusto y falta de estética lírica, musical y bailable.
Es como tomar trapos desechados y mohosos del fondo de un basurero para confeccionarle un traje a la mujer que decimos cuidar y a la que juramos amor eterno ante las leyes del mundo y de Dios. Es sencillamente un colosal irrespeto y, en grado sumo, un gigantesco tributo a la ignorancia.