Los periodistas que tenemos varias décadas en el oficio debemos alegrarnos de que las redacciones de los diferentes medios de comunicación se hayan nutrido de talentosos jóvenes, muchos de los cuales se perfilan como verdaderos exponentes de un relevo generacional que hacía falta.
Gran parte de estos jóvenes periodistas a que me refiero ha egresado de prestigiosas universidades. Otros son empíricos que comenzaron antes, puliéndose sobre la marcha en el ejercicio de una profesión a menudo ingrata, pues generalmente a muchos lectores les gustaría que todo lo que se escriba sea de su agrado o conveniencia, lo cual no es posible cuando el periodista trata de ser objetivo, que no imparcial, porque la imparcialidad no existirá jamás mientras el hombre no pueda despojarse de sus propias pasiones.
Eso es en cuanto a lo general. Sobre lo específico, diré que es altamente preocupante—tanto para los lectores como para los medios—observar que una gran parte de los jóvenes periodistas elaboran crónicas incompletas, carentes de datos, otras veces inexactas, en ocasiones con el uso de palabras cuyo significado es contrario a lo que se quiere decir, como por ejemplo “álgido”, incorrectamente utilizada como si significara “caliente”, cuando en realidad es lo opuesto.
Hay periodistas que al parecer le temen al diccionario o piensan que buscar el significado exacto de una palabra es una inútil pérdida de tiempo.
Otras veces la falta de datos acusa una pobreza de investigación, completada con ideas personales o juicios de valor del autor que cuestionan la seriedad del escrito. En ese sentido, vemos el uso repetido de “se dijo”, “se supo”, “trascendió”, sin que los lectores sepan quién dijo, quién hizo que se supiera o cómo trascendió.
La cita de la o las fuentes es fundamental en el escrito periodístico, siempre que sea posible, precisamente para evitar la emisión de juicios que no necesariamente son compartidos por los lectores.
El manejo de las estadísticas es otro problema. Ocurre que casi siempre los periodistas poco veteranos confían en los porcentajes estadísticos que les ofrecen funcionarios, sin realizar sus propios cálculos, a fin de determinar si realmente son correctos.
El uso de adjetivos calificativos se suma las crónicas cuestionadas. En nuestro país es común llamar “anciano” a una persona de 60 años o más, por ejemplo, cuando hay quienes han cumplido 90 y se sienten ofendidos por encasillarlos como ancianos. En por lo menos una ocasión en los Estados Unidos un ciudadano demandó con buen éxito a un periódico porque le tildó de “anciano” al mencionarle en una nota sobre un accidente que sufrió.
La falta de conocimiento sobre determinados temas pone a muchos periodistas en ridículo, como le ocurrió a un entrevistador de televisión que le preguntó a un economista venezolano si la República Dominicana no formaba parte del Pacto Andino, que como muchos sabrán está formado por Bolivia, Ecuador. Colombia, Perú y Venezuela.
Los jóvenes periodistas, si es verdad que sienten la pasión por el oficio, deben entender que no bastan los conocimientos adquiridos en las universidades, ni en el ejercicio propio de la profesión, sino que es absolutamente necesario mantenerse al día, leerlo todo (aunque a veces no nos guste) para poder adquirir una cultura siquiera medianamente general y no pasar vergüenzas.
Hay que meterse en la cabeza que en esta profesión nunca se acaba de aprender, pues siempre hay alguna nueva lección. El que crea que lo sabe todo acerca del oficio, sencillamente está equivocado.
Hay que estar consciente, además, que la fama es transitoria. Muchos periodistas que en el pasado fueron famosos, hoy día nadie los recuerda, aunque estén vivitos y coleando.
Los periodistas jóvenes deben preocuparse también por conocer especialmente el idioma español, para que no les pase como a un corresponsal que, al describir una fiesta, dijo que en la misma se sirvieron “finas bebidas, un rico bufet y otros estupefacientes”.