Aquí la veía humana, sudorosa, en el calor del trópico; allá, como una reina, dueña de las noches intensas de una ciudad indomable. La conocí en los años universitarios, poco antes de que el mundo tomara otro color, las reflexiones de estudiante quedaran atrás y mis sueños de viajero se expusieran con desparpajo. En la cúspide de la alegría, la despedí con una sonrisa clara, mientras la brisa exponía su pelo dorado al desarraigo en los bares que saben a mundo. Le prometí la visitaría en París, a las puertas de mis 27 años.
Segolene nunca se imaginó que este habitante de país pobre, caribeño y distante la llamaría desde la estación de Austerliz, en París, para que me recogiera una mañana de frío violento en la que un mozo de bar discriminó mi fachada y me echó del establecimiento.
Tengo en mis adentros su sonrisa amplia en el metro, en el autobús, en el bar de paso. Con ella, tomé la noche y la estrujé sin contenerme. Por una semana fuimos felices, viajamos a la alegría y los placeres sin pensar en el retorno, ese que nos pone taciturno y triste en las puertas de un tren o en el avión.
Fuimos felices en una habitación estrecha, entre humos y tragos: allí cotejamos los sueños, nos roncaba Edith Piaf, la música Cabo Verde.
Se agotaron los días y mi alegría; llegó el momento del regreso y la separación. Segolene me despidió triste en las puertas del tren de regreso a Madrid. Lloró y me confesó que había sido feliz.
Han pasado el tiempo y no he vuelto a saber de ella. Gustaba de viajes y ayudar a los pobres; probablemente esté en Africa soliviantando penas ajenas; o en París, su paraíso ancho, detestando la formalidad e indiferencia de una ciudad de tren moderno y corazón de hielo.
Donde quiera que esté, que la luz celestial ilumine sus andanzas y proteja sus desvelos de mujer sensible.