Las generaciones actuales estamos asistiendo a una época histórica apasionante, donde entre otras cosas somos testigos de la configuración de nuevas sociedades fruto del pluralismo étnico, cultural, religioso e identidades nacionales En la gestión de este panorama «multi-todo» se pone en juego la dignidad, la libertad y la igualdad, derechos fundamentales de todo ser humano. Por ello, en una cuestión tan compleja y delicada como son las identidades de los grupos humanos, hemos de hilar muy fino.
Hay autores de tinte universalista o globalizador, como G. Sartori -entendiendo el término en un sentido amplio y no exclusivamente en una acepción económica-, que piensan que los particularismos nacionales, étnicos, religiosos, … pueden ser nocivos; porque consideran que en su interior hay semillas de exaltación del propio grupo, de exclusión de los otros; lo cual fácilmente puede conllevar discriminación, intolerancia, xenofobia y racismo; elementos que, utilizados malévolamente, son bases para la violencia integrista, ya sea religiosa o política.
Estos autores concluyen, por un lado, que las identidades particulares son perniciosas socialmente por estos peligros que entrañan; y, por otro, piensan que toda identidad nacional, étnica, cultural y religiosa ha de ser abandonada y sustituida por una «ciudadanía universal» extensible a toda persona. Esta ciudadanía universal sería el producto lógico de una evolución histórica: se ha ido pasando de ser siervo de un señor feudal en la Edad Media a vasallo de un rey y a ciudadano de una Nación-Estado en la época moderna; ésta última desembocaría en una ciudadanía universal, basada en la universalidad de los Derechos Humanos.
Es cierto lo que señalan estos autores: puede haber peligros en las identidades grupales. Pero no por ello hemos de abandonarlas -de igual modo que no dejamos de construir aviones y volar en ellos porque pueda haber accidentes aéreos-, sino que hemos de seguir avanzando en nuevas estructuras sociales que las salven.
Las identidades, étnicas, religiosas, culturales e ideológicas son positivas, humanizadoras y funcionales: no se puede ser ciudadano del mundo si no se es ciudadano de alguna parte. Pero, al mismo tiempo, las identidades deben ser abiertas para sus miembros, que no excluyan a éstos por sentirse también identificados e integrados a otro nivel con otras identidades, es decir, tener «dobles» pertenencias, por ejemplo, ser de cultura árabe y confesar la fe cristiana. Se ha de respetar la libertad de los miembros de estos grupos para entrar y salir
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de ellos con libertad. Además, estos grupos tampoco no han de estar cerrados en sí mismos excluyendo a los otros grupos ya que este tipo de comportamiento generalmente provoca desavenencias y muchas veces conflictos de toda índole.
Cuando convertimos las identidades en un fetiche idolátrico al que servimos como un dios y adoramos por sobre todas las cosas, corremos el peligro que las identidades se conviertan en perversas, xenófobas, integristas y violentas. Para evitar este riesgo estos grupos deben basarse en la existencia, la cual aglutina todos los seres humanos por el hecho de existir. Esto nos impedirá cerrarnos en nosotros mismos cuando nos unamos según nuestras particularidades personales y grupales: diversidad dentro de la unidad universal de la existencia.
Construir una ciudadanía universal sin tener en cuenta las diferencias que cada grupo posee conlleva al menos tantos riesgos como aquellas identidades particulares a las que nos referíamos al principio. Y constituiría un ejercicio, no de igualdad sino de uniformidad, donde la libertad quedaría mermada y constreñida, por no poder ser ni expresarse según la propia «forma de ser». Una nueva ciudadanía universal ha de «reconocer» las diferencias nacionales, étnicas, religiosas y culturales, siempre y cuando estos grupos humanos diferenciados no atenten o perjudiquen a los demás grupos humanos o personas. Todo ello en virtud de la plena dignidad que todo ser humano posee por el mero hecho de existir.