Gabriel García Márquez vivió en Aracataca hasta los diez años. El lugar de su infancia lo inspiró para crear Macondo, el pueblo imaginario en el que transcurren varios de sus libros. Los vecinos siguen viviendo en un limbo de literatura y realidad. Bienvenidos a Macondo. O, mejor dicho: Bienvenidos a Aracataca. Por extraño que parezca, aquí es la ficción la que pone los nombres. Harto de la mala fortuna con que lo bautizó el destino, el pueblo natal de Gabriel García Márquez quiere convertirse en su pueblo imaginario.
¿No es de allí la casta de los Buendía? ¿No es el Aracataca el río con piedras “enormes como huevos prehistóricos”? ¿No era acaso Antonio Daconte quien inspiró al italiano Pietro Crespi, afinador de pianolas y prometido de Rebeca? ¿No han sido acaso los escándalos e nverosímiles desvaríos aldeanos los que admiran los lectores de todo el mundo? Bueno… ¿por qué no facilitar las cosas y llamarlas por su nombre? Si hay pueblos que tienen petróleo o minas de oro o mares de jade, este tiene al Premio Nobel. Para aprovechar su fama y atraer turistas, el alcalde impulsa una medida efectista: cambiarle el nombre o combinarlo con el literario. Bienvenidos, entonces, a Aracataca-
Macondo, donde las cosas quieren ser lo que de ellas se ha escrito. Bienvenidos a la tierra del realismo mágico, la paradoja que define parte de la literatura y la vida toda en Latinoamérica. Bienvenidos: nadie levita, llueve como siempre en el trópico y se nace y se muere igual que en otras partes.
Hace décadas que no se lo ve, pero su efigie campechana saluda a la entrada del pueblo. Su nacimiento está incluido en el calendario escolar
y sus personajes bautizan desde la biblioteca hasta la tienda. Casi nadie lo leyó, pero todos viven sumergidos en un limbo literario, mezcla de verdades e invenciones, de relatos de alguien/que alguien/le contó a alguien. Los visitantes rastrean en calles y edificios la cartografía imaginaria de Macondo desplegada por primera vez en La hojarasca (1955) por Gabito, el diminutivo por el que se lo conoce desde que era un chico.
Y aunque han pasado más de sesenta años desde que la familia se fue y apenas queda la mitad de la casa original, Aracataca
parece hija de su hijo pródigo. Una creación de aquel que volvió a vender enciclopedias, festejar el premio Nobel y jaranear con amigos de la infancia. En rigor, Aracataca es la cabecera de un municipio agrícola de casi dos mil kilómetros cuadrados y poco más de 51.000 abitantes. “Su nombre no es de pueblo sino de río, que se dice ara en lengua chimila, y Cataca, que es la palabra con que la comunidad conocía al que mandaba”, explica en sus memorias García Márquez. “Por eso entre nativos no la llamamos Aracataca sino como debe ser: Cataca.”
Está 88 kilómetros al sur de Santa Marta, la ciudad que el cancionero difundió como la que tiene tren, pero no tiene tranvía. Se llega por
la ruta que une el Caribe con Bogotá, si se sortean baches y retenes militares (y hay mucho de ambos). El Colón y el Bolívar, los picos mayores de Colombia, dejan ver su cumbres de blanco eterno si el aire es diáfano. Si no, se los intuye en las ondulaciones superpuestas
de la Sierra Nevada. Paisaje de postal: verde de palmas y bananos, ríos y caseríos multicolores contra un fondo de montañas. Y por si la descripción habilita el error, vale aclarar que la zona nunca fue un paraíso.
PERSEGUIDO POR LA CULPA
Perseguidos por la culpa Lo supieron los abuelos maternos de Gabo apenas llegaron, en 1910. Nicolás Márquez Mejía (Papaleo para sus nietos) y Tranquilina Iguarán (Mina) trajeron con ellos a sus tres hijos: Juan de Dios, el mayor, Margarita (que falleció de tifus al tiempo) y Luisa, de apenas 5 años (la mamá de Gabo). Como José Arcadio Buendía en Cien años de Soledad, el patriarca escapaba del remordimiento por haber matado a un hombre en un duelo. Y si en Aracataca no enterró el cargo de conciencia, al menos se puso a salvo de la venganza de los deudos. En la casa –donde don Nicolás haciendo valer su grado revolucionario de coronel de la guerra de los Mil Días tenía su despacho de funcionario público– vivían, además, varias tías. A ellas se fueron sumando los hijos naturales del coronel. Su mujer digería los celos y trataba a la prole ajena como si fuera propia.
“Mina los registraba con sus nombres y apellidos en una libreta de apuntes desde que tenía noticias de sus nacimientos, y con una indulgencia difícil terminaba por asentarlos de todo corazón en la contabilidad de la familia”, escribió el nieto ilustre. Como testimonio de aquella paternidad indiscriminada quedaron Elvira y Nicolás Arias, de 74 y 70 años, únicos miembros de la familia que viven todavía en Aracataca. Son los descendientes de Rafael, el hijo que Nicolás Márquez tuvo con Petronila Arias. “El coronel fue un tipo que tuvo libertad para las mujeres y dejó una cantidad de ramas… hay muchos Márquez, pero con el apellido materno delante porque en aquella época, cualquier hijo natural llevaba primero el apellido de su madre”, cuenta Nicolás.
Se hamaca bajo la galería de El Tauro, la cantina familiar, a pocas
cuadras del centro. Lo rodean algunas de sus hijas, sus nietos y su mujer, que sonríe cuando se citan los elogios que a su cocina hicieron los primos de la rama legal de los Márquez cada vez que llegaron al pueblo. Hay fotos de los hermanos menores de Gabo y de Luisa, la mamá, que el anfitrión muestra orgulloso. Cuando se juntan los García Márquez y los Arias no dan lugar a la nostalgia: “Eso es pura parranda: tomar un ron y comer sancocho” (especie de puchero tropical). Si empezaban a la tarde, terminaban al amanecer, borrachos de bailar con Antonio Jaramillo, el Perro Negro, tan famoso por su música como por su prolífica simiente: 39 hijos y tres casas, adonde van a buscarlo
según el día de la semana.
Elvira vive al lado. En este suelo de floración salvaje, ella cuida un jardín de delicadeza inaudita: “Papá nos llevaba a casa del abuelo cada quince días donde estábamos bien recibidos hasta por su mujer. Apenas entrábamos, nos arrodillábamos delante de él y le besábamos el anillo de oro con una piedra grande, roja, para que después nos echara la bendición. Ahí encontrábamos a las tías haciendo dulces en una paila gigante que después vendían en las tiendas… En su casa conocí a muchos de sus otros hijos, pero no me acuerdo de Gabriel. Lo vine a conocer ya viejo”. Como es común en la zona, Elvira y Nicolás se fueron chicos de Aracataca. Cuando regresaron, no
quedaba nadie de la familia. “Sólo tuvimos contacto con la tía Luisa (la mamá de Gabriel) que nos visitaba siempre que venía. Era una señora muy bonita, bajita y elegante, a la que recuerdo ya canosa. Jaime es el único de sus hijos que tratamos, desde cuando vino a construir la (sede de) Telecom,en el 82".
Elvira es una de las pocas personas que no fue a recibir al primo famoso cuando festejó el Nobel en el pueblo, un año después. El alumbrado público data de esa ocasión en la que las calles se decoraron con mariposas amarillas y un desborde multitudinario obligó a convocar a la policía de tránsito, jamás vista en la pedestre Aracataca. Era tanta la gente que Gabo le dijo a Lucho Correa, su amigo de infancia: “Carajo, ¡acá no sé que hacen si no es parir!”. Fue esa vez en que, entre tanto autógrafo firmó uno en broma para el esposo de Elia, una vecina, conocido por su afición al alcohol: Vale por diez botellas de ron. El destinatario, halagado, lo enmarcó y lo colgó de una pared. Elvira justifica su ausencia: “Yo siempre he sido distanciada… El que me busca, lo busco. El que no me busca, no lo busco… Como soy la más bajita, la más pobre de la familia, no me gusta estar de metida. Por eso me escondo. Para que no digan: Aquella que va allá es la prima hermana de Gabito”. Patascois Es menos modesto. “Yo lo conozco a Gabito.”
PATACOSIS
Patascois, el loco inofensivo de todo pueblo, pisa La Guaca, bar-restorán
ubicado en el cruce neurálgico de la plaza, la iglesia y la Alcaldía. Desde primera hora, se servirá allí el mismo menú: bandejas con carne o pollo frito, arroz, una ensaladita mixta sin condimentar y tajadas de plátano frito. Café con leche o cerveza marcan la diferencia entre el desayuno y la cena. Es la cuadra de los estaderos (boliches) centro inapelable de reuniones a cualquier hora y día. El Ejecutivo, La Pega, La farra d’Sammy, todos de colores y música estridentes, excepto el Elipa, al otro extremo de la cuadra. Es un remanso que no alcanzan los picup (léase picó), parlantes inmensos, con que los estaderos compiten a todo volumen con vallenatos. Viernes y sábados por la noche, cuando suenen también reggaetón, salsa y merengue, caminar esos cien metros demandará horas.
Enfrente, bajo las palmeras que bordean la iglesia, los funcionarios y concejales estacionan sus autos, un lujo en este pueblo de bicitaxis. Ellos, camisas sueltas, pelo bien corto y bigote fino. No hay margen de error. ¡Qué va hermano!, se saludan a los gritos. Patascois los conoce a todos y todos lo cargan por la eterna
borrachera: ¡Qué va Patas!… Y Patas burla a las dueñas del lugar que le ruegan que no espante a la abundante clientela del mediodía tórrido moviendo, obsceno, la barriga de desnutrido. “Yo lo conozco a Gabito”, miente. Debe decirle lo mismo a cualquiera con aspecto de orastero en condiciones de pagarle un trago. Su embuste se desarma pronto: lo ahoga con un sollozo la memoria del padre y lo remata, llorando un tango de Gardel, el recuerdo de una mujer indiferente.
SIESTAS INERTES
Siestas inertes A esa hora, el resto del pueblo baja el ritmo por la uerza: la temperatura supera los 40 grados. “Yo detestaba desde niño aquellas siestas inertes porque no sabíamos qué hacer. ‘Cállense, que estamos durmiendo’, susurraban los durmientes sin despertar. Los almacenes, las oficinas públicas,las escuelas, se cerraban desde las doce y no volvían a abrirse hasta poco antes de las tres”, escribió en Vivir para contarla. Nada cambió demasiado en estas décadas. Entre los cataqueros, quienes mejor conocen al Nobel son los chicos. Aprenden a leer con sus textos y la liturgia escolar lo venera como a uno más del panteón de héroes de Colombia. “Los que nacieron aquí tienen la obligación de manejar la obra de Gabo”, explica José Ramón Pedríquez, rector del Gabriel García Márquez, colegio público y gratuito de 1.800 alumnos. Los de primaria y secundaria participan de las Gabolecturas, con las que se celebra el nacimiento del escritor, el 6 de marzo de 1927.
Entre examen y examen, los chicos dan vueltas por un patio que cobijan almendros, mangos y palmeras. Los pastos altos, desgreñados, entre salones a medio construir, dan al colegio aspecto de baldío. A las aulas (techos de fibrocemento, paredes de madera) les faltan ventanas y postigos. Aun así, los profesores prefieren tomar las pruebas bajo la galería, donde corre más aire. Caterine Olivero tiene 12 años y cara de asustada: debe dar cuatro materias para pasar a octavo.
Como a sus compañeros, le gusta García Márquez, autor de los pocos libros que tienen en su casa y cuya lectura alternan, aunque no por creyentes, con las revistas gratuitas de los evangelistas. Rodolfo ganó las Gabolecturas de 2003 y su escuela se benefició con una iblioteca. Un tímido bigotito anchoa refuerza la solemnidad de sus opiniones. Tiene comentarios inteligentes sobre los personajes y los textos que más le interesaron. Nombra libros y se olvida de ayudar en el puesto de fritos que la demanda sobrepasa. La literatura esperará momentos mejores. Liseth (de 19) puede hablar todo el año del tema. Estudia Lingüística y Literatura en la universidad, pero no por redestinación natal: “Es un buen escritor, pero sus libros no son mis lecturas principales”. De vacaciones en Cataca, se pinta las uñas en la
vereda, único lugar habitable a la hora infame de la siesta, mientras charla con sus hermanos y amigas del secundario.
¿Si hay parecidos entre el Macondo literario y el tangible Aracataca? Sí. Supersticiones. Animes (seres minúsculos y traviesos que viven en el fondo de las tinajas), muertos y caballeros sin cabeza son apenas el trazo de un Macondo más atávico: “Si una muchacha pierde la irginidad se escandalizan como en el siglo pasado”. Sin embargo, algunas cosas parecen cambiar.
REINAS FUERA DEL PLACARD
Reinas fuera del placard Desde la elección de la reina del carnaval pasado, empezaron a caer los prejuicios homofóbicos. O eso ilusiona a Tomás, Jaider (La loba herida, lo llaman a sus espaldas) y Jonathan, elegido Reina de las Flores, que nacieron en Aracataca hace más de 20 años y trabajan de estilistas. Y contra lo que sugieren silbidos y cargadas, la pasan bien en el infierno grande que engendra todo pueblo chico. “Acá no se usa la pareja gay con gay. Se usa gay con hombre”, explica Tomás. En idioma cataquero, una variante de la casa grandey las casas chicas, un deporte para los colombianos. Muchos casados con hijos tienen en el mismo pueblo una casa con el amante. Osiris García Castillo tiene más de 32 y pinta de mujer de armas tomar. Amiga de los chicos, se queja porque “la gente coroncha (criticona) le saca a una el defecto de arepera (lesbiana)” por pasar mucho tiempo en la peluquería Rizos y lisos. Ella no la pasa bien respirando el aire viciado de machismo y pacatería. Pero vuelve cada vez que intenta el exilio en ambientes más abiertos.
MARTILLO PURIFICADOR
Martillo purificador “Lo maloso y lo libidinoso tienen aquí su espacio. La gente quiere identificarse con Macondo porque en Macondo todo cabe, hasta lo anormal. Ponerle así a un pueblo es ir de p’alante, p’atrás”, critica Jovani Restrepo, cura de la iglesia donde García Márquez fue bautizado. No está solo en su cruzada moral. Lo acompañan, entre otros, las Hijas de María y las Damas Rosadas que lograron eliminar de la Casa Museo la pintura con que Jorge Carrillo Guzmán había representado un versión irreverente del pecado original. Pero el historial de censuras tiene más antecedentes. El martillo puritano hizo escombros la escultura del Gabo desnudo que se exponía en la Casa de la Cultura. No se sabrá si al homenajeado (opuesto a los bustos) lo hubiera omplacido la generosidad con que lo dotó el artista.
La respuesta acre del escultor, del pueblo rival de Fundación, acabó por enfrentarlo con la hasta entonces solidaria bohemia cataquera. La rivalidad queda en un segundo plano cuando visitan los prostíbulos que migraron hacia la más próspera Fundación. En Aracataca, donde don Nicolás Márquez llegó a tener una academia de baile (Un paso antes del matrimonio o la prostitución, se las señalaba), sólo queda un boliche. Sus chicas demuelen el mito sensual que erigió la prosa garciamarquiana: “Aracataca tiene una noche calma”, sentencian en La Cita, una casita tapiada con un cerco de cañas, visible desde la Estación inútil.
El cierre de la quincena complica el viernes de las mujeres. Son casi las 9 y el baile debería levantar nubes de la tierra apisonada del patio. La luz plena de la luna radiografía el tugurio desierto. De seguir así la noche, la cocinera les fiará la cena. Tienen mejor suerte los perros: no están obligados a nada a cambio del plato de arroz.
Si el fin de semana fuera bueno, Flaca y Carmen (30 largos), Patricia (nombre inventado, 28) y Caro (18 años inconvincentes y tres creíbles días de trabajo) podrían llevarse unos 50 dólares por dos jornadas de 15 horas. Una cifra para considerar en Colombia, donde el salario básico acaba de aumentarse a 408.000 pesos. Traducido: 195 dólares. Una utopía para el 40% de los cataqueros que ni siquiera tiene empleo.
El departamento de Magdalena el segundo más pobre del país y el municipio está en bancarrota e intervenido. Según cifras de la propia lcaldía, el 87% de los habitantes tiene necesidades básicas insatisfechas. Aracataca, que registra 386 mil entradas en el buscador Google
tiene acceso a Internet sólo en la alcaldía y un cíber.
Para compensar la carencia de teléfonos (apenas 1.316 líneas fijas) pululan los locutorios de celulares. En uno de ellos trabaja Mileth Molina. Gana 140.000 pesos por 9 horas diarias de trabajo. Tiene 24 años y puede parecer cursi, pero tiene el “sueño” de estudiar Físico- matemáticas. Y aunque,parece que este bachiller, padre de dos hijos y separado, va a agregar frustraciones a su lista de sueños incumplidos. Inteligente y cordial es líder comunitario del Luis Carlos Galán, uno de los 10 barrios pobres de Aracataca. Sí. Cuesta creer que Aracataca tenga, además, barrios más pobres que el centro. Los tiene. Si la cabecera carece de agua potable (el problema de infraestructura más grave) las afueras pueden pasarse semanas sin una gota. Entonces, no hay más opción que proveerse de la acequia contaminada por los basurales ilegales de un servicio de recolección caótico.
En el curso fresco, los más chiquitos combaten el calor demoledor de la tarde. Y las mujeres lavan la ropa golpeándola con un palo para dominar la suciedad que no pueden gobernar con el lujo inaccesible del jabón. En esos barrios aumenta el resentimiento contra García Márquez: ¿Qué ha hecho él por Aracataca?, preguntan. Peor están en la vera opuesta de la acequia. Allí se instalaron los desplazados por la guerra civil, que abandonaron los cerros huyendo de los paramilitares, el ejército y la guerrilla. Restablecida la paz por la mano dura del presidente Alvaro Uribe, el gobierno impulsa el regreso a las tierras abandonadas de cientos de campesinos e indígenas. Los ricos –cuándo no– ya lo hicieron. Es el caso de los hermanos Jaime y Francisco Serrano, dueños de La María, una de las mayores fincas de la región. En sus 2.200 hectáreas se sigue reemplazando el cultivo del banano por el de la Palma Africana, un proceso que comenzó en la zona hace tres décadas. La Palma representa el 40% de la producción agrícola del municipio.
El banano cayó al 24%. Con el fin del monocultivo termina el ciclo abierto hace un siglo. De esa época es el recuerdo de la mayor riqueza y de una violencia con ecos contemporáneos. El delirio de grandeza era tal, que en las cumbiambas los participantes quemaban billetes en lugar de las velas típicas de ese baile de tambores. Convocados por la opulencia que disfrutaban, en barrios enrejados, los gringos de la United Fruit Company (sus estructuras camufladas al servicio del Ejército siguen en pie, a la entrada del pueblo) llegó en tren una inmigración diversa. Hoy, por esa vía van y vienen de las minas de carbón hasta el puerto de Santa Marta, 26 cargueros por día. La estación es un apéndice yerto. Un tren que nadie espera Si –como en el 50– volviera al pueblo acompañada de su primogénito, doña Luisa Márquez podría exclamar otra vez: “Cómo habrá cambiado el mundo que ya nadie espera el tren”. El relato de ese regreso para vender la casa que hoy es museo abre su libro de memorias, publicado hace un par de años. “Llevándome casi a rastras entró en la botica del doctor Alfredo Barboza, una casa de esquina a menos de cien pasos de la nuestra.
Adriana Berdugo, la esposa del doctor, estaba cosiendo tan abstraída en su primitiva omestic de manivela, que no sintió cuando mi madré llegó frente a ella y le dijo casi con un susurro: –Comadre.” Diosa, viuda del hijo de los oticarios, recuerda aquella amistad entrañable que se fortaleció cuando Adriana ofició de celestina entre Luisa Santiaga y Gabriel Eligio García, el telegrafista del pueblo. Adriana llevaba y traía mensajitos ntre los amantes a cuya relación se oponían tajantemente los padres de la novia. La interdicción no acabó con ese amor que soportó hasta el alejamiento forzoso. La épica de esa relación (de la que nacieron siete varones y cuatro mujeres) inspiraría al primogénito, El amor en los tiempos del cólera, otro best-seller.
“Apenas si era consciente de que en medio del falso esplendor de la compañía bananera, el matrimonio de mis padres estaba ya inscrito dentro del proceso que había de rematar la decadencia de Aracataca”, recuerda Gabo. El principio del fin fue la recesión de la Primera Guerra undial. Le siguió la Crisis de 1929. Después, una serie de inundaciones arruinaron los cultivos y la ganadería. García Márquez recuerda cómo, a causa de un desvío del río por la United, la crecida desenterró a los muertos del cementerio.
LOS CONCERTADOS
Por ese desvío atídico llegaba hasta el río Agustín Segundo Guillén Guerra cuando era chico. Recuperándose de la primera visita al médico en sus 96 años de vida habla del pueblo como dictando un testamento. Tirado en una reposera tosca bajo los guineos toma con dificultad el aire apenas respirable que corre más lento que las lagartijas fluorescentes. Los fondos de su casucha de tablas de ceiba roja dan a los de sus hijas, que se reparten entre el cuidado de los chicos y la novela del mediodía. “Aquí tuve 8 hijos y allá 3”, dice refiriéndose a los que
nacieron dentro y fuera del matrimonio. Con la misma, pero con dos mujeres, es la broma con que los colombianos declaran los hijos legales y los naturales. Guillén llevaba a la casa de los Márquez la ropa que su mamá preparaba.
“Lavaba dos o tres días, almidonaba y después planchaba hasta por la noche.” Se acuerda con poco cariño de esa familia de concertados, como llamaban a los más acomodados: “Esa gente lo trataba a uno no muy agradable, ¿sabe? Don Nicolás no me dejaba entrar a la casa. En ese tiempo nos trataban como a los perros, quizás a los perros los trataban mejor que a uno”. Luisa Pertuz está tan viejita y tan lúcida como Guillén. Tiene un vestidito de algodón ya desmigajado en los omóplatos. Nacida en 1913, casada a los 14, madre de 17 hijos de los que pudo criar 11 (los otros murieron), tiene 67 bisnietos
y 5 tataranietos. ¿Cómo es que se acuerda de un Gabriel García Márquez pequeño que daba vueltas por la casa a la que ella iba a trabajar? Con orgullo señala que él la reconoció cuando volvió triunfante al pueblo. “Señora Luisaaaaaaaa…”, gritan al pasar cuando la encuentran sentada mirando hacia la calle los vecinos. El que da las coordenadas de la casa de Luisa es Alfredo Correa, hermano dos años menor que Lucho, amigo de la infancia de Gabito: “Yo de chico nunca le paré bola (prestar atención) porque no sabía que iba a ser un monstruo de la literatura”, se excusa. “Pero sí veía que era un líder infantil. Le decía a uno lo que uno tenía que hacer y tenía una forma de vestirse muy
particular: siempre con camisa, pantalón y zapatos. No sé si fue porque los abuelos lo criaron muy mimado, digo yo.” Revive la infancia común
Correa: “Jugábamos un juego que yo más nunca lo he visto: cogía uno una bola de cera de abeja y en un lado le incrustaba un clavo y del otro una pluma de gallina. Se dibujaba un blanco en las paredes de las casas que en ese tiempo eran de palma.” Si Lucho y Gabito eran buenos alumnos del innovador colegio Montessori (todavía en pie), Alfredo y Luis Enrique, los hermanos menores de ambos, eran conocidos por evoltosos: “Los cuatro éramos muy amigos, pero los dos más chicos éramos los que siempre les robábamos los dulces que hacía doña Tranquilina”.
LA BUSQUEDA DEL TESORO
La búsqueda del tesoro Ni Luisa, ni Guillén, ni Alfredo se beneficiaron cuando una nueva bonanza llegó al pueblo, con décadas de retraso.
Fue en los 70, con la droga, y duró hasta los 90. La calidad de la marihuana que se sembraba en la sierra se hizo famosa en los Estados
Unidos como la Santa Marta Golden. Pero la coca desplazó su cultivo y llevó la cultura del dinero y las armas hasta las pacíficas comunidades
indígenas de koguis, arhuacos, atanqueros y arzarios. Hubo muertos y millonarios. Todo a velocidad meteórica. Tras la guerrilla, cuyas acciones se centraban en la propaganda, llegaron los paramilitares. La peor de todas las pestes, que diversificó sus actividades hasta abarcar la muy lucrativa extorsión a los comerciantes.
El resurgimiento actual vino con la Palma africana. Cada hectárea da unas 30 toneladas al año, unos 2.300 dólares traducidos a los valores del mercado internacional. Los críticos advierten, sin embargo, que es un tipo de cultivo peligrosos porque extrae del suelo toda la riqueza. Pedro Sánchez, el alcalde, cree que el suelo de Aracataca esconde un tesoro mayor: “Ningún alcalde le prestó atención a la cultura o al legado de Gabo, ¡si hasta hablaban mal de él! Por eso digo que aprovechemos la palabra Macondo para conseguir cosas para Aracataca”. A Sánchez no lo amedrentan la escasa oferta cultural y la paupérrima infraestructura hotelera.
Ni le pesa ponerle al pueblo un nombre que identifica el atraso: “Tenemos que vender el otro Macondo, el sinónimo bueno de lo que es Gabo.” Pero el alcalde –que está releyendo Cien años de soledad para que no vuelvan a poncharlo en un error– no ve la contradicción, ésta salta a la vista. Basta ojear el presupuesto municipal 2006: Deportes se lleva 20 millones más que Cultura, a la que asignaron apenas 60 millones de pesos . En un pueblo sin librerías, la única biblioteca está cerrada hace meses porque no renovaron los contratos del personal y la Casa Museo, parada obligada de peregrinación, tiene apenas para mantenerse. Lo mismo pasa con los demás sitios protegidos por decreto, entre ellos, el telégrafo donde trabajó su padre Eligio García. “Cambiar por cambiar no es ningún plan de desarrollo ni proyecto cultural”, dice sin énfasis Jairo Castillo, del Partido Conservador, que perdió la alcaldía en las últimas elecciones. De acuerdo con cambiarle el nombre al pueblo siempre que lo apruebe Gabriel García Márquez.
Rafael Jiménez, coordinador de Cultura y director de la Casa Museo, se ha tomado la iniciativa como una misión. Guía en persona a los visitantes (entre esta Navidad y Reyes pasaron 1.200 personas, casi tantos como en todo el 2005) y destina las propinas para mantener la estructura mínima. “Entendimos el Nobel como el premio extraordinario de Navidad. Ahora nos dimos cuenta de que estamos sentados en una
mina de oro que no hemos sabido explotar”, dice este lector ávido, que ha discutido con el mismo Gabo detalles de la historia familiar
para la biografía del coronel, que completa por las noches, cuando no duerme en el museo para protegerlo de robos. Su celo parece desmedido. En la casa se conservan muy pocos objetos originales. Hay reproducciones de fotos familiares, cuadros genealógicos y un diccionario igual al del abuelo: “–Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca”, le dijo Papaleo a Gabito que lo perdió durante el Bogotazo, la revuelta popular que siguió al asesinato del líder opositor Eliécer Gaitán, en 1948. Dos años después, Gabo regresaba con su mamá al pueblo que había dejado a los diez años:
“El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esa palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué
significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí, en la Enciclopedia Británica, que en Tanganyka existe una etnia errante de los makondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol.
Muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca”, dijo en Vivir para Contarla. Aunque los árboles siguen siendo un misterio, Macondo, lo que se dice Macondo, existe. Mal que les pese a los cataqueros. Es un caserío pobrísimo, aliente y polvoriento, de una sola cuadra, que flanquean los viejos barracones que construyó la Fruit Company para los trabajadores de la finca. Sus 300 habitantes siguen dependiendo del cultivo del banano y están muy enojados con Aracataca que amenaza con llevarse su único
bien: el nombre famoso. Preguntó qué ciudad era aquella y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el
mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea. La aldea que soñó José Arcadio Buendía en Cien años de soledad. La aldea que los cataqueros quieren refundar sobre la que heredaron. La aldea del escritor que dice que por primera vez en su vida no está escribiendo. Y que, aun sin escribir, inspira su trama de realidad y de magia. 1
LA PARRADA SECRETA
Gabriel García Márquez quiso volver a Aracataca, pero en secreto para que no pasara lo que la vez anterior cuando fue a celebrar el primer aniversario del Nobel: estaban comiendo en lo de los Sánchez cuando la muchedumbre amenazó con derrumbar las puertas de la casa. Para que no trascendiera, Gabo llamó a su amigo de la infancia Lucho y éste le pidió ayuda a su hermano Alfredo, que estaba en Cataca. Como quería revivir las épocas del tren, le consiguieron un carrito de línea, pequeño, para hacer eltrayecto. En Fundación tomó un auto blanco y lo llevaron a la finca, La Vera, a orillas de un río. Quería comerse un sancocho trifásico (gallina, cerdo y carne de res).
“Se bañó en el agüita del río que estaba sabrosa y ya entonadito le reclamó por la música a un hermano de Lucho. Allá iba yo a llevarle
un trago en una bandeja a la mitad del río cuando llegó el conjunto de vallenato –recuerda Alfonso Sánchez, cuñado de Lucho y anfitrión,
durante la primera visita–. Los músicos se escondieron para sorprenderlo y cuando salían del agua. con Mercedes, empezó el acordeón.
El pegó un brinco, agarró a Mercedes y se puso a bailar.” El que se acuerda perfectamente de ese día de mediados de los 80 es Alfredo Correa, encargado de la organización. “En un momento, cuando se terminó el whisky, mi hermano Monche le dice: ‘Ey Gabito, ven acá. Tú estás gorreándote (engañando con promesas) a Fidel Castro y Felipe González, pero aquí no vas a gorrear. ¡Vas a mandar!’. Gabo llamó entonces a su mujer: ‘Meche, mira lo que me están diciendo… ¡¿Cuánto es la caja?! ¡Dale 200 mil pesos a aquel carajo para que no esté hablando tanta mierda!’.”