A unas cuantas horas de celebrar el día en que los enamorados renuevan sus votos de fidelidad en su relación, me he puesto a observar la impresionante mercadotecnia que se gesta en torno a este tema. Y es que si se trata de tener motivos para hacer gastos inútiles, las festividades en general, no son más que simples pretextos comerciales para alardear emociones que no tenemos; de modo que resulta siempre ser una actividad altamente rentable el dedicar un día de febrero al amor y a la amistad.
Estoy de acuerdo que dedicar un día a esos sentimientos inmaculados es algo muy fructífero para este mundo cada vez más violento, indiferente y apático. Pero ¿es necesaria tanta publicidad con señuelos incitándonos a consumir los más absurdos artículos llenos de corazoncitos rojos?
No quiero parecer una mujer amargada porque no es así. Disfruto enormemente del romanticismo en todas sus tonalidades y soy una soñadora sin remedio e idealista inevitable. Pero insisto, tanto complot comercial afecta mis sentidos.
Estaba el domingo en el supermercado haciendo mis tradicionales compras y descubrí con cierto espanto que el ambiente estaba infectado con un virus letal del que no se pude huir aunque se quiera y del que tampoco hay una vacuna efectiva: había epidemia de valentinitis.
Cuando me di cuenta de eso, quise correr a la puerta de salida más cercana para no ser contagiada, empujando como despavorida mi carrito atiborrado de cereales, lácteos y jabones, pero la multitud ahí congregada me impedía acelerar el paso.
Nunca antes deseé tanto, que los supermercados contaran con semáforos y carriles de alta velocidad para quienes tienen extremas urgencias de salir, como la mía. Y maldije además para mis adentros que los dichosos carritos del autoservicio no tuvieran claxon integrado.
¿Que nunca antes nadie había tenido tanta presión por salir cuanto antes de un lugar como ese? ¿Por qué no había al menos un paso a desnivel para no interrumpir mi marcha acelerada? O al menos debería haber un atajo que nos conduzca desde el departamento de hogar hasta el de lencería esquivando el de caballeros y panadería. Pero no existía nada de eso.
Hice maniobras tan diestras que estoy segura que soy una candidata digna de ganar el record Guiness al “mejor piloto doméstico que conduce entre una multitud y logra llegar hasta la caja registradora en tan sólo 106.8 segundos”.
Cuando la señorita uniformada me preguntó robotizada y sin mirarme, que si “había encontrado todo lo que necesitaba” quise gritarle que no! No había encontrado la manera de llegar al área de cobro en un tiempo inferior al conseguido y tampoco había encontrado la tradicional paz que siento al caminar lentamente entre los pasillos mirando toda la mercancía exhibida aunque no compre nada.
Pero opté por reprimir mis ganas de escupirle en la cara toda esa rabia contenida y decidí guardar silencio y contestar de la misma manera autómata y ácida que “si”. Lo que me urgía en ese momento era irme cuanto antes. La señorita fue pasando entonces cada uno de los artículos que seleccioné para comprar esa tarde, saqué el dinero de mi bolsa, pagué y me retiré lo más rápido que pude.
Pero al llegar a casa descubrí que había sido presa del terrible virus y que ahora yo era una persona más contagiada de esa enfermedad crónica. ¿Cómo lo supe? Cuando empecé a sacar las cosas que compré y vi que además de los artículos de primera necesidad, había comprado mecánicamente lencería roja con bocetos de besos bordados, una caja de chocolates adornada con listones rojos y blancos, una funda para mi celular muy romántica, un par de almohadas con tela estampada de corazones, un florero con una docena de rosas rojas, un oso de peluche que dice “te quiero” al oprimir su mano derecha, unas servilletas decoradas con corazones, paletas de caramelo macizo en forma de corazón, algunas tarjetas con frases cursis, etc. El mal ya estaba hecho. Y yo, era una víctima más que sufría de los achaques de tan fulminante mal.