Las constantes quejas de la población respecto de la mala calidad de productos o la deficiencia en la prestación de servicios, evidencia la problemática latente en ese campo y la falta de efectividad del Gobierno para velar por los intereses de los consumidores.
A diario se escuchan, de manera generalizada, lamentos por cobros excesivos, errores de facturación, mala calidad de productos o abusos en peso y medidas, en electricidad, telefonía, televisión por cable, agua, transporte, gas propano, servicios bancarios o provisión al detalle, ropa, electrodomésticos y muchos otros rubros.
Por lo general, el afectado, carente de tradición de denuncia, canaliza su inconformidad en comentarios informales, pues ese es, además, su único desahogo a falta de sanción en contra del abuso, por la falta de aplicación de la Ley de defensa del consumidor, aprobada recientemente por el Congreso.
Ese instrumento, creado con el objetivo de asegurar al consumidor y al usuario la calidad de los productos, con el fin de garantizar su salud, su seguridad y sus legítimos intereses económicos, se ha quedado, ante la imposibilidad de su eficacia, en buenas intenciones, pues no reporta mayores logros en torno a la anhelada equidad entre proveedores y consumidores.
Esa ley es, en efecto, pletórica en aspiraciones, hasta el extremo de definirse asimismo como tutelar del consumidor y mínima en cuanto a derechos y garantías de carácter irrenunciable.
Empero, el trabajo de su órgano ejecutor, la Secretaria de Estado de Industria y Comercio, no ha pasado del campo meramente simbólico.
No se pone en duda la voluntad de sus autoridades, pero los resultados de su trabajo, por la razón que sea, no repercuten en resultados tangibles para corregir la arraigada cultura de esquilmación y timo practicada por ciertos agentes económicos y proveedores de bienes y servicios.
Con ese marco operacional débil es imposible reivindicar los derechos de alguien afectado por algún acto fraudulento, como la reparación o reposición de un producto, indemnización por daños o la devolución del dinero.
En cuanto a los consumidores, es poco lo que se puede esperar de ellos, por sus carencias de todo tipo. Son ineludibles las medidas punitivas en respuesta a los abusos, y su difusión, para darle característica y beneficio preventivo.
Sin embargo, el pobre régimen sancionatorio y el prolijo proceso para aplicarlo, así como las limitaciones a los consumidores organizados para accionar más allá del simbolismo del reclamo sin valor judicial, convierten en estériles y frustrantes los esfuerzos en tal sentido y, consecuentemente, en una quimera la necesidad de reivindicar al ciudadano en aquel ingrediente básico de la justicia social.