Reza un conocido dicho que “una golondrina no hace primavera” y yo sin dudarlo le doy la razón pero me pregunto, ¿cuántas entonces? No sé si es mi imaginación o mis ganas de que acaben de una vez por todas estos amaneceres gélidos de invierno, pero me atrevo a afirmar que he visto, en más de una ocasión, volar a algunos de estos famosos pajarracos negros afuera de mi ventana y yo, por si las dudas, he empezado a sacar del fondo del clóset mi ropa ligera: sandalias, blusas sin mangas, bermudas y gafas de sol.
En el hemisferio norte del planeta, que es donde vivo, la primavera irrumpe justo el 20 ó 21 de marzo y da comienzo una nueva estación que nos regala aire tibio para respirar, días más largos, noches más breves y un montón de fiestas por los cumpleaños de nuestros amigos y familiares del signo zodiacal de Aries.
Oficialmente la nueva estación entra con el llamado equinoccio de primavera, que nunca es a la misma hora debido al movimiento de traslación de la Tierra y, lo que sucede en realidad es que este día es uno de los dos a lo largo de todo el año en que la duración del día es igual a la duración de la noche, es decir, de doce horas cada uno.
Desde tiempos muy remotos, los antiguos astrónomos notaron esta particularidad de nuestro planeta y no es en vano que hayan llamado a este fenómeno aequinoctĭum que significa "equi” (igual) y "nocte" (noche).
Pero ¿por qué será que la humanidad en general le tenemos tanta estima a esta época del año? Otro equinoccio ocurre en el otoño y me atrevo a afirmar que pasa sin pena ni gloria, prácticamente desapercibido.
En cambio el de primavera genera las más diversas festividades a lo largo de todo el mundo. En México, por ejemplo, existe una tradición muy antigua, que dicta que ese día la gente use ropa de color blanco para así visitar las ruinas de templos y centros ceremoniales mayas y aztecas (principalmente) y de esta manera poder recibir la nueva estación, recargándose de energía solar y buenas vibras, mediante ejercicios de meditación y otros ritos.
Es una fecha que simboliza la renovación espiritual y el optimismo que hasta los más pequeñitos de nuestras familias conmemoran: existen desfiles donde los niños en edad pre-escolar se disfrazan de animales del bosque, flores y árboles, y con ello ofrecen un emotivo homenaje a la madre naturaleza, dadora de vida.
En pequeñas ciudades y pueblos se estila además, elegir en esas fechas a la señorita más guapa del lugar, quien mediante una modesta votación resulta electa y su misión es recorrer en un hermoso carro alegórico las principales calles de su localidad, repartiendo a su paso sonrisas, besos y saludos.
Francamente nunca he entendido mucho esta costumbre de nombrar a la “flor más bella del ejido” porque a mi parecer, bastaría solamente con sacudirse lo negativo que el invierno nos trajo y tener ahora una actitud positiva ante el nuevo ciclo que comienza sin importar la belleza física. ¿Para qué elegir a una muchacha guapa? Definitivamente jamás me prestaría a participar en algo así (ni podría en todo caso, pues no soy ni joven ni bonita) pero tampoco apoyaría esa causa.
Aunque bueno, por el momento no logro concentrar del todo mi atención en lo que escribo para poder sacar una conclusión acertada, pues no es nada fácil aislar mi mente haciendo caso omiso a la gritería que me rodea y tratar de redactar, mientras voy sentada en el toldo de esta camioneta blanca adornada con listones y flores de todos tamaños y colores, acompañando a mi prima Carmelita, en su desfile triunfal como orgullosa heredera de la corona floral de este 2006.