Ahora se acusa al Código Procesal Penal de esa criminalidad que espanta y sobrecoge a la población. Pero a quién se echará mañana la culpa dentro lo que parece ya una estrategia oficial de andar por las ramas antes que bajar a la raíz de un problema más social que legal.
Bastó con que alguien con influencia insinuara cierta relación entre el eficaz instrumento para garantizar los derechos humanos y la delincuencia para que surgiera una avalancha tanto contra la legislación como contra jueces que, a contrapelo de ese manipulado tribunal inquisitorial de la opinión pública, no se juegan el honor.
Desde que la criminalidad comenzó a exhibir sus garras el Gobierno y sus medios insinuaron e incluso la atribuyeron a sectores políticos de la pasada administración. Hasta el Cardenal sugirió en ese entonces que la delincuencia podía tener componentes políticos, no descartando a gente del PPH. Pero al establecerse luego que hasta el atentado denunciado por el comentarista Euri Cabral carecía de esos ribetes entonces se exploraron otras causas. Se ha hablado del narcotráfico y los dominicanos repatriados de Estados Unidos, pero jamás de la falta de oportunidades, el desempleo, las estrecheces, los abusos de poder y otras variables propiciadas por una estructura social que contrasta con el crecimiento, la prosperidad y las bondades que exhiben las autoridades.
Con un ejercicio político desacreditado, todavía más con la vergonzosa compra y venta de adhesiones, la gente ha descartado las soluciones colectivas. Y muchos que carecen de vínculos familiares o políticos para acceder a un empleo en el sector público, pues sus condiciones lo inhabilitan en el privado, no quedan en gran medida con más opciones que el "golpe de mano" para satisfacer sus necesidades.
Pero, antes que examinar con sinceridad un problema que puede tener consecuencias todavía peores, hay que buscar un chivo expiatorio, que ahora no es otro que el Código Procesal Penal porque supuestamente es muy blando con la delincuencia. Y todo porque ese valiosísimo instrumento suprime la cultura represiva de las redadas policiales, los apresamientos por sospecha y otras prácticas abusivas. Claro, el Código exige a la Policía y el Ministerio Público pruebas y no calumnias ni cantaletas de opinión pública contra los acusados.
Quizás para desviar la atención o rehuir responsabilidades casi todo el sector oficial la ha emprendido contra las supuestas debilidades del Código Procesal Penal para enfrentar la delincuencia, como si la respuesta al problema fuera única y exclusivamente represiva. Sabido es que todavía con la revisión del instrumento jurídico no se va a frenar la violencia callejera.
A la prepotencia para aceptar una desafiante realidad social se agregan incapacidad y complicidades que fomentan la violencia y la impunidad que hoy tanto perturban a la ciudadanía.