El que sufre de caspa en la cabeza no sólo lleva encima un problema estético, que constituye a veces motivo de alejamiento de todo el que está al lado; también padece un mal que según los dermatólogos, no tiene cura; más bien se controla.
Los que por años han luchado con ese problema de salud del cuero cabelludo, tienen el consuelo de que existen fórmulas de laboratorio que controlan el escamoso manto que abraza la cabeza y termina tumbando el pelo, a la larga.
Los que viven con ese problema deben controlarla, pero sabe que llevarán la enfermedad hasta la muerte o hasta la caída plena del pelo.
Así como la caspa, la violencia “no se quita”. Muy por el contrario, se incrementa en la medida en que las condiciones que la favorecen se mantienen o se profundizan.
A la República Dominicana le ha tomado 10 años alcanzar a las naciones vecinas del continente en niveles de inseguridad alarmantes, pero ya estamos ahí, en un tú a tú con ciudades como Caracas y Bogotá, donde sacar la mano en un auto puede costar la mutilación de una mano.
En el año 1993 visité por primera vez a Caracas, Venezuela, y aquello era una agonía de los caraqueños que fustigaban la libertad de mis andanzas, los lugares donde me metía y las estaciones de metros por las que andaban. No entendía la violencia ni sabía de su dimensión.
Ahora, a los dominicanos nos sucede lo mismo que a los caraqueños. No podemos caminar en el Mirador, el Faro a Colón o el Malecón, por el riesgo de que nos asalten; ciertas calles son intransitables a plena luz del día y la bondad humana ha sido sustituida por el recelo y el miedo.
Eduardo Galeano, uno de los más grandes conocedores de la sociología y la historia de América Latina, predijo en su libro “Patas arriba: la escuela del mundo al revés” que en el continente llegaría un momento en que no bastaría contratar ejércitos para protección particular, que todos estaríamos por igual a merced de los ladrones y que la vida valdría menos que una fruta podrida.
Planteaba el escritor uruguayo en su obra, escrita en los años 90, que mientras los gobiernos del continente no combatieran las razones sociales motivadoras de la llamada violencia común, nadie debería soñar, que no iba a ver paz para nadie.
Eso es precisamente lo que está sucediendo en nuestro país, algo parecido a la caspa, que no se quita y por ende será eterna la violencia. Quiera Dios que no.