La abrumadora campaña mediática montada a propósito del incidente surgido durante el proceso de inscripción de los candidatos de la Alianza Rosada, habla mal, muy mal, del actual debate electoral dominicano.
De repente, lo que todo el mundo reconoce como un percance sin ninguna implicación dolosa, ha sido convertido en un tema central de campaña, donde se ha llegado al extremo de plantear la exclusión de los candidatos de la más importante fuerza electoral del país, lo cual implicaría, en la práctica, negarle al ciudadano la posibilidad de escoger a sus representantes en el Congreso y en los ayuntamientos.
Independientemente del complejo precedente de armar una lista de candidatos congresionales y municipales sobre la base de una alianza nacional, no se puede justificar la negligencia de dejar para el último minuto el registro de todas las candidaturas, asumiendo el riesgo de quedarse sin ningún margen para hacer las correcciones que resultan inevitables en este tipo de procesos. Desde este punto de vista se puede entender y aceptar cualquier crítica a la dirección del PRD y del PRSC. Pero de ahí a convertir el hecho en una cruzada nacional por el respeto a la legalidad, hay un trecho muy grande.
En más de una ocasión, el doctor Joaquín Balaguer fue inscrito como candidato presidencial fuera del plazo material definido por la ley, pero ni al doctor Peña Gómez ni y a ningún candidato del PRD se le ocurrió la idea de frotarse la mano y declarar la ilegalidad de la candidatura de su principal adversario político.
La lucha por el poder puede ser tan sucia y mezquina como la guerra, pero como en cualquier otra contienda de naturaleza humana no escapa a ciertas reglas de honor, que ayudan a mantener un equilibrio necesario entre la racionalidad y la barbarie.
Pretender el logro de una victoria electoral descalificando el contrario resulta mucho más pecaminoso e inmoral que incurrir en el descuido de llegar al momento culminante de una cita, aunque se trate de un plazo fatal. Tal pretensión no solo resulta antidemocrática, sino también contraria a la naturaleza del alma dominicana, profundamente cristiana y consecuentemente generosa.
Cabe resaltar que la estridente campaña por la “legalidad” es patrocinada por quienes solo han cumplido la ley cuando les conviene.
Se trata de los mismos que gastaron más de mil 600 millones de pesos en un programa clandestino posteriormente conocido como PEME, justificándose bajo el argumento de que se trataba de “pagar para no matar”; los mismos que comprometieron una parte importante del tesoro público para la construcción de un Metro que no estaba incluido en el Presupuesto ni aprobado por el Congreso Nacional; o los mismos que han irrespetado groseramente la ley 166-03, que obliga a los ayuntamientos a invertir el 40 por ciento de sus ingreso en la construcción de obras socialmente necesarias. Como debe saberse, me refiero al caso del síndico Roberto Salcedo que ha desviado más de mil 655 millones de pesos que según la citada ley debieron invertirse en obras municipales, sin que se sepa a donde han ido a parar esos recursos.
No se trata de justificar el error con el error, sino simplemente de colocar los hechos en su justa perspectiva, en el entendido de que los grandes males de la sociedad dominicana no se originan en eventuales errores de procedimientos o de fallas protocolares, sino en la reconocida vocación de muchos de nuestros dirigentes, de todos los signos y colores, de subvertir los principios y valores cuando resultase conveniente a sus intereses, bajo la ominosa premisa de que “el poder es para usarlo”.