En mi vida de reportero en el desaparecido periódico Ultima Hora, gozaba con alterar a las colegas Luchy Placencia y Leonora Ramírez, al repetirle insistentemente esta consigna en la que creo fervientemente: la liberación femenina en este país termina cuando el mozo trae la cuenta.
Admito que sólo era para joder, pero no dejaba de pensar (y aún lo pienso profundamente) en que las mujeres, ese ser al que amamos y tratamos como flor, no sacan la pistola, que en el lenguaje del tigueraje quiere decir que no sacan dinero del bolsillo para pagar.
He tenido experiencias intensas en ese sentido. De mis relaciones pasadas con el sexo opuesto no he logrado, hasta ahora, la gran fortuna de toparme con una fémina que comparta la cuenta a la llegada del servicio del restaurante, el cine, el espectáculo, el hotel o el bar.
Sólo las europeas te sorprenden impetuosamente con el dinero a mitad de la cuenta, o muestran un rostro de ofensa cuando planteas el super poderío del macho cubriendo los gastos del consumo mutuo.
Cuando “jodo” a las mujeres con este tema, siempre choco con el mismo argumento: “esas son las mujeres con las que tú has salido”, me dicen. Y son precisamente las más feministas del patio las más firmes en esta conducta.
Así como en la cuenta, las leyes que condenan la violencia intrafamiliar son un espejo desigual de la situación, porque si bien es cierto que los abusos son mayoritariamente provenientes del sexo masculino, también es cierto que hay una especie de perjuicio en las denuncias y aplicación de las penas presentadas y exigidas por los hombres.
Recuerdo que en una ocasión me tocó acudir ante las autoridades a presentar una denuncia en mi contra sobre violencia intrafamiliar; después de dar varios viajes a un destacamento especializado en Villa Juana y aguantar los dicterios de varias denunciantes que me rodearon el día en que acudí a la Fiscalía del Distrito, logré de la magistrada-conciliadora una decisión boomberang: me dijo que yo necesitaba tratamiento psicológico.
No bastaron los argumentos de que un menor de meses sufría los efectos de la violencia psicológica y física de la madre contra un padre cuasi ejemplar, que a lo sumo corría por faldas ajenas una o dos veces por año.
Pero es así: en la cuenta y las leyes los hombres estamos jodidos. Y bien jodidos.