En estos días estuve por la Secretaría de Educación, con el exclusivo propòsito de ver a la eficiente titular de la cartera, a la que me unen sentimientos de compañerismo y de lealtad. Salvo compromisos apremiantes, había prometido no volver por esos predios desde que en 1983, Ivelisse Prats, haciendo uso de su “derecho” y por razones puramente políticas, me canceló.
Que recuerde, fue mi primer trabajo remunerado y vi la gloria cuando lo conseguí. Al verlo perdido, aunque simulé, me sentí desgraciado por primera ocasión. Debo admitirlo. Lo había logrado en buena lid, desde que en 1977, habiendo sido yo elegido el estudiante más destacado del año, me lo dieron a cambio de una beca que (me) había ganado para estudiar en el extranjero. Para lograrlo hube de someterme a dos escrutinios, al de las buenas calificaciones y a un concurso literario con la ocasión del Día del Árbol, en el cual obtuve el Primer Lugar con un trabajo parabólico dedicado a mi campito querido. La noticia del premio me hizo una persona notable en el liceo Ramón Emilio Jiménez donde hice mis bachilleratos que fueron dos. Me sentí orondo por mi primer éxito logrado y se lo dediqué a la santa madre que me parió, (la que siempre se preocupó por mis estudios) pero más satisfacción sintieron mis maestras, en especial, mi profesora de literatura, Zenovia Álvarez de Cabreja y la directora del centro, Esthervina Ramírez de Santana, mi segunda mamá. Se formó una comisión para ir a recibir el galardón que lo entregaría el presidente Balaguer en persona. Me compraron ropa y zapatos, y como cabeza caliente que era (peor, mocano de nacimiento y desafecto del régimen de turno), me dieron un lavado de cerebro. “Tienes que portarte bien, German”, me dijeron, casi me rogaron. “No puedes hacernos quedar mal”. El Jardín Botánico Nacional fue el escenario, con la ocasión del Día del Árbol, que la entonces SEEBAC (mezcla de Educación, Cultura, Bellas Artes y Culto) dirigida por Leonardo Matos Berrido, llegado el 5 de mayo de cada año, celebraba con bombos y platillos. Para aquella ocasión y por razones nunca explicadas, la entrega se suspendió, y fue pospuesta para casi cuatro meses después, justo para el 15 de agosto, que es la fecha de conmemoración del Jardín Botánico. Por fin llegó el día, y salimos Zenovia, Esthervina y yo lleno de nerviosismo. A pesar de ser de noche, aquello era un hormiguero de personas, (un hervidero humano) y como siempre -para una época de despotismo ilustrado- reinaba una seguridad hermética, de espada y espanto, con guardias por todas partes vestidos de zafarrancho. De los tres galardonados, incluyendo una joven de La Vega, de nombre María de los Ángeles Concepción Lara, yo sería el último en ser llamado; el primero lo era un joven de San Pedro de Macorís, cuyo nombre no recuerdo. No he podido olvidar que durante los primeros minutos de la ceremonia, con los nervios de puntas, ensayé mentalmente la forma como subiría las escalinatas; ya sobre el entarimado giraría a la derecha, finalmente hacia la izquierda y me pararía frente al presidente Balaguer a recibir de sus manos un sobre con 150 pesos en efectivo, más un diploma que me entregaría el secretario de Educación. En lugar de una dama de protocolo fui flanqueado, casi controlado por un brazo, por un guardia de seguridad que vigilaba todos mis movimientos. Cuando Balaguer (Elito) con toda su parsimonia, extendió su diestra y me felicitó, dijo otras palabras, pero yo, con más nerviosismo que otra cosa, sólo atiné a responderle la primera, tomé lo que me pertenecía, hice los mismos giros de regreso, pero a la inversa y bajé de allí, siempre acompañado por el gendarme negro. Cuando me senté en medio de mis dos maestras que me felicitaban con orgullo, en lugar de verificar lo que llevaba en las manos, casi al unísono, ambas me hicieron la misma pregunta. “¿Qué fue lo que te dijo el presidente…?” Y yo le contesté que no sabía, que no había entendido nada. Lo cierto fue que una mezcla de desprecio y temor que extrañamente sentía por el hombre que en la ocasión me distinguía y que por primera vez tuve de frente, hicieron que no escuchara nada. Aunque no era tiempo de clases, aquello fue tema de comentarios durante semanas en el liceo, y mientras eso sucedía yo sólo pensaba en mi beca supuestamente para ir a estudiar a Francia. De manera, que manos a la obra y así comencé una odisea hacia la secretaría de Educación, con visitas que se repetían hasta por tres veces a la semana, recibiendo siempre la misma respuesta.”Que la licenciada no está” “Que vuelva mañana”. “Que vuelva la próxima semana”. Hasta que un día ya cansado de tanto reclamar un derecho que se me negaba, me recibió una señora muy amable que decía ser asistente de Matos Berrido y me propuso cambiarme la beca por un trabajo, lo que yo, el muchacho pobrete y arrancado a quien sus profesoras tuvieron que vestir para ir a recibir su premio, acepte de buena manera. ¿Para una persona que necesitaba trabajar para mantenerse y ayudar a otros en la familia, no era aquello mi verdadero premio? Luego, ¿¡para que insistir, entonces, por una beca que supe meses después se la habían dado a la vegana!? Así, estrenadito de bachiller, me nombraron como maestro en una escuela, y luego, habiéndome hecho técnico en educación, logré que me pasaran a la sede de la cartera, donde titulares que sucedieron a Matos Berrido, como Andrés Reyes y Pedro Porrello, respetaron mi condición de buen empleado y hasta me distinguieron como fue el caso del primero. Cuando Ivelisse llegó a Educación, después del cambio de gobierno, estaba yo en Relaciones Públicas. No sé cómo supo de mí, pero allí estaba yo. Hasta que un mal día de cuya fecha no quiero acordarme, y pese a los esfuerzos del colega Sergio Ortiz Aquino para protegerme, recibí de manos de una secretaria del departamento (que me lo entregó con lágrimas en los ojos), el oficio con el que se me canceló. No te preocupes, Margarita, le dije también llorando, que a veces se gana perdiendo. Le di un beso en la mejilla, me reencontré con el grupo de empleados del área que en reunión me despidieron, y me marché.
EPILOGO: Años después me encontré en una recepción con Leonardo Matos Berrido, a quien le hablé del diploma firmado por él y no de la beca que en su gestión se me negó. No “entendió” nada de lo que le hablaba y sólo atinó a decir: “Consérvalo que ese es de los buenos”. A Ivelisse también la he vuelto a ver y la primera vez aproveché su vocación de conversadora y me le acerqué. “Hola profesora –le dije- me le acerqué más y le di un beso en la mejilla. Sentí que me miró con sus vidriosos ojos de doble fondo, lo hizo con extrañeza, como no entendiendo tampoco las razones de mi actitud.