Tuvo razón Cervantes, el padre de nuestro idioma: “las primeras impresiones son las que perduran”. Y también las experiencias que se agregan, los capítulos emblemáticos que no se borran y los rostros de los amigos que no se olvidan. “Experiencias vividas e ideas aprendidas” dijo Vallejo, uno de los más grandes vates de nuestra lengua, intentando explicar al margen de la poesía que era su oficio, el rastro de la mujer y el hombre por la vida. En el vértice de mis días difíciles, una situación igual viví yo por los años 70s, cuando conocí a Rafael Uceta, nombre real o supuesto a quien llamábamos Café.
El mote era también su nombre de guerra, su seudónimo, que le había quedado por el parecido de su piel al alcaloide que se extrae del grano (de drupa roja) del mismo nombre. Decir Café, entre amigos de confianza y entre compañeros, era motivo de admiración y camaradería. Guardando la distancia, era como decir “Román, ¿lo recuerdan? O en otro sentido, “Fuser”, que fue el apodo de juventud de El Che en Argentina.
Perdónenme el juego de palabras. Café era un joven moreno y de ojos reverdecidos que según comentábamos entre íntimos como oficio de fantasía, le cambiaban de color dependiendo del sentido del humor y del color de la ropa que llevara puesta. Café era siempre dispuesto, solícito y aseado.
Era mediano de estatura y de movimiento animado. Era versado y conversador; tal lo era, que cuando la leyenda de Clay (Lorenzo Mejìa Frías) se paseaba a su antojo por las calles del barrio, cargando un fusil envuelto en papel periódico o saco de henequén o polietileno, Café hacía lo propio por toda la margen oriental del río que dividía la capital en dos, pero no con aperos de matar, sino con el don del buen decir y la sonrisa amplia y limpia que siempre llevaba consigo.
A ninguno de los dos, ni a Clay ni a Café, los he vuelto a ver. No sé si están vivos o habrán muertos. Los perdí de vista desde la desaparición de Sandoval. Café era dirigente de los Corecatos (Comités Revolucionarios Camilo Torres), Clay militante del MPD (Movimiento Popular Dominicano), y a ambos los perseguía la Policía como el cazador que rastrea a su presa pisándole los talones y temiéndole a la vez.
No pertenecí a ninguno de esos grupos, pero a ambos, a Clay y a Café, llegué a esconderlos yo. Les buscaba refugios para que evadieran la persecución, para que pernoctaran, un día aquí otro día allá; a Café para descansar y leer que era su predilección, y a Clay para limpiar su arsenal que siempre, (en medio del peligro y el temor), como un Rambo al servicio de la “revolución”, llevaba hasta las puntas de los pies.
Mientras Clay era un “gatillo alegre”, nacido y criado en Capotillo, con una manía de codos hacia los costados por el porte de armas clandestinas desde la adolescencia, Café era un joven de clase media, de finos modales, aficionado al arte popular. De él se decía también, que se había entrenado en “guerra de guerrilla” en Colombia, de donde lo habrían expulsado tras haber llegado allí como novicio de un seminario jesuita.
Por ello, hablaba del cura guerrillero y de los cebolleros colombianos, con la propiedad que un campesino criollo lo hace de la yuca y la batata. Recuerdo que solía acudir a los ensayos del Teatro de la Búsqueda Experimental (Tebusex), al que yo pertenecía, habiéndonos proporcionados valiosas obras para que las montáramos, entre ellas, algunas de Bertort Brecht y “La fosa del mundo”, de un autor chileno, de agradable recordación para mí ya que la protagonice. Solía charlar conmigo y terminó llamándome “Fòrtido” a propósito de mi papel desempeñado en la obra de Iván García: “La fábula de los cinco caminantes”.
II
Un día, saliendo del Club los Nómadas, en Los Mina, y habiéndome yo despedido de Café, la Policía me apresó a mí en lugar de perseguirlo a él. Fue en una prima noche de mayo de 1976, justo en la víspera de mi cumpleaños. Me encañonaron, me pusieron en crucifixión contra una pared, me registraron desde la cabeza, me esposaron, me metieron a empujones en el asiento trasero de un Volswaguen y salieron a dar un largo paseo conmigo.
Primero pasaron frente a mi casa, me preguntaron que si era ahí donde vivía y le dije que sí; me llevaron a Katanga, Vietnam, San Antonio, y finalmente al Dique del ensanche Ozama, donde vivía mi amiga Onelia, una activista de la Línea Roja del 14 de Junio.
Me sometieron a un compulsivo interrogatorio. Qué si conocía a Pedro, a Juan, y que cuáles eran mis vínculos con Rafael. Me barajaron una docena de nombres, mientras el policía que estaba a mi lado, me daba con el codo izquierdo y me galleteaba antes de que terminara de responder.
Era flaco el maldito policía, con la cara llena de barros y ojos del que tiene dificultades para dormir. Era alto, de brazos largos, manos corvas, y de su boca expedía un vapor hediondo a nicotina. Lo podía percibir aún parando la respiración para no oler, a pesar del horror que me embargaba. Lo tenía demasiado encima de mi, demasiado cerca. A pesar de los años, todavía lo puedo recordar. Por eso se le hacía incómodo golpearme y se acomodaba mejor usando su codo equivocado, como quien maquina la culata de un fusil o golpea con el puntapié.
Los golpes y las amenazas se repitieron una y otra vez. Los golpes, venidos del perro de presa que tenía justo a mi derecha; las amenazas, lanzadas por el regordete que parecía ser el jefe del grupo, que con el chofer, al que nunca pude verle la cara, eran tres; todos vestidos de civil, con gorras y camisas que a mi me parecían manchadas de sangre y largas. Desde su asiento delantero aquel hacía las preguntas virándose hacia su izquierda, mientras que cada pregunta que yo no sabía responder, el del lado acompañaba con una agresión. Me daban ganas de escupirlo, de morderlo.
Siempre insistían con el nombre de Rafael, que dónde se escondía, que cuáles eran los otros integrantes de su célula, y en esa rutina se pasaron varias horas yendo y viniendo conmigo, paseándome como a un turista, en ocasiones parándose para comprar refrigerio y cigarrillos y seguir horrorizándome.
Recuerdo que cuando mi padre me golpeaba, tenía que contener las lágrimas, porque si lloraba era peor. Además, para qué pedir clemencia a tres malditos policías hijos de perras que de seguro se reirían de un pedido de compasión, y luego, acariciándome mi cabeza de oveja, intentarían otro método para obligarme a decir cosas que no sabía.
De manera, que apelé a la enseñanza de mi padre cuando me castigaba. Siempre dije que desconocía a Rafael, e incluso que ignoraba a un tal Víctor, que en realidad era mi primo lejano y bandolero, y por cuyo vínculo y parentesco me llegaron también a preguntar.
Cerca de la medianoche andaban todavía conmigo mostrándome la mitad de la capital, recorriendo calles y callejones, repitiéndome nombres (casi todos desconocidos para mí) menos el de Café y de Clay. Y fue así, ya harto, hastiado y dispuesto a todo, con el rostro posiblemente amoratado, los labios rotos, la boca sangrando y con el deseo de defecar por el miedo reprimido, que se me disparó la amígdala cerebral.
De manera, que les contesté, casi les reprendí, las razones por las que me apresaban a mí, si era a Rafael a quien buscaban, del que estaba seguro, ellos habían visto al despedirnos frente al club. ¿Por qué a mí y no a él? Ante la seña del que parecía el jefe, el conductor se detuvo de repente, mientras el flaco abusador que tenía al lado gritaba casi chocando s cabeza con el techo: “dejemos a este maldito comunista o matémoslo de una vez”. Y acto seguido, instruido por el superior, me llevaron al cuartel del ensanche Felicidad, en cuya celda me tiré en un rincón, comencé a llorar y le di gracias a Dios.
Algunos presos quisieron saber lo que me pasaba y otros trataron de molestarme, pero sin saber de quien se trataba, oí a alguien que dijo: “Déjalo que es German, déjalo y no te busques problemas”.
III
Serían las dos o las tres de la madrugada cuando me sacaron de allí. Me llamaron sin identificar, pese a que ya en el cuartel, había dado mis generales al sargento de guardia que al pedirme las pertenencias, oí que dijo, me conocía.
Tuve la intención de solicitar que le avisaran a mi familia, pero como siempre, temí que mi madre se mortificara. La vez primera que mi hermano estuvo preso, le dijimos que se había ido de paseo al campo, y fue cuando se prolongó la ausencia de su hijito más querido, al que ha amado con un pena y delirio, que hubo que decirle la verdad.
Me llamaron por el color del polochert que llevaba puesto, y al oír que dijeron pelo largo y greñù, pensé de inmediato que se trataba de mí. En efecto. “Mi familia se enteró y vinieron a buscarme”, me dije ingenuamente y me alivié. Pero, ¡ay sorpresa!, cuando vi que me sacaron y en lugar de caras conocidas y devuelta de mis pertenencias incluyendo la correa para sostenerme los pantalones que casi se me caían, me montaron en una perrera, junto a otros tres, entre los cuales sólo pude conocer a Sandoval, “La saeta”, como se hacía llamar, militante del MPD, que al parecer lo traían de otro lugar.
A todos, en medio de un sepulcral silencio nos dieron un paseo por el Malecón hasta el kilómetro 12, por la zona del muelle. Era mi segundo horroroso paseo en menos de 12 horas El vehículo avanzaba a baja velocidad y esta vez eran cuatro los policías, todos uniformados, dos de ellos, en actitud vigilante, en ambos extremos del grupo, que íbamos con las cabezas bajas y callados, Supe por el silencio, y por la actitud, que entre los cuatro no había ningún calié y que posiblemente como yo, iban rezando. Dios es la mejor compañía, el único alivio cuando se siente de cerca el signo de la muerte.
Para mí, que quería y no podía hablar, (por los menos, con Sandoval que era mi amigo), aquello era un terrible ritual, en el que sólo se escuchaban órdenes y malas palabras de policías por el sistema de radio de circuito cerrado, similar al de Once metro, que usaban antes los aficionados. Fue un paseo lleno de suspenso y misterio, cargado de terror. Un paseo que no tenía sentido, y aunque me la pasé rezando, pensando en mi madrecita y pidiendo al todo poderoso que me protegiera nueva vez, juro que habría gritado y maldecido, si la intención no hubiera sido sólo asustarnos fruto, talvez, de otro acto de crueldad y de sadismo de estos nuevos policías.
Además, conociendo a Sandoval, estaba casi seguro que no se iba a dejar matar, así nomás, sin decir esta boca es mía, ¡abajo el gobierno!, ¡viva el moreno! Y hasta intentaría desarmar a los policías y escapar. No hubo una sola pregunta, ni palabras, salvo el boquitoreo y los sanantonios de los policías, que por dos ocasiones se detuvieron, una, adrede, supuestamente para mear, y la otra, para conversar donde no pudieran ser escuchados.
Fue en esta última ocasión, cuando el segundo teniente ya de regreso y montado en su asiento delantero, habló de nuevas instrucciones y de allí el vehículo partió veloz, bajando la George Washington, subiendo por la Máximo Gómez, hacia el Palacio Policial.
Allí sentí que respiraba de nuevo. Fuimos separados, a Sandoval se lo llevaron por un pasillo y a mí y al resto ante otro sargento de guardia que nos recibió, y en mi caso, al ver que ya no llevaba nada, mandó que nos metieran en una inmunda celda que llamaban Vietnam.
Yo fui el primero en entrar y sin percibir nada y sin saber quien me lo hacía, recibí una trompada en pleno rostro que terminó siendo la madre de todos los golpes que en el Volswaguen me había propinado el flaco policía.
El golpe me abrió una herida justo encima de la ceja derecha, y más que dolor, quizás por la tensión que me embargaba, sentí que me mataba la sed con mi propia sangre. Tuve que moverme a empujones en medio de la penumbra, chocando con otros presos a los cuales apenas podía ver, aunque sín sentir su aspecto de mugre y sus estertores de animales hambrientos, allí abandonados a una maldita suerte, dispuestos a comerse “vivos” unos a otros. Con la ropa raída y con un solo zapato, fui llevado al fondo, hasta el baño hediondo a orín y a pupù, donde un moreno fuerte (seguido por otros), con cara de preboste, olor a descuido y perfume barato, intentando hacerlo él, me ordenó que me quitara los pantalones atestándome contra el muro: “Quítatelos rápido chichì, y cantéate con papamuè, quítatelos antes de que te convierta en carne fresca y te lance a los tiburones”. ¿Y que creen ustedes que hice yo? ¿Qué piensan que pasó después?
Nunca volví a ver a Sandoval.