Desde que me inicié como estudiante de Comunicación Social, hace 24 años, pensé que el periodismo sólo tenía sentido si se ejercía con estricto apego a la ética y a la decencia, en defensa de los derechos básicos de la gente.
Siempre he pensado que la vida sólo tiene sentido si se vive con dignidad, y asumo que un periodista sólo puede considerarse digno si se compromete con la honestidad, aunque ello pudiera costarle la privación de su libertad y hasta la propia vida.
Desprecio rotundamente a los periodistas vendidos, a los cobardes, a los mentirosos, a los demagogos, a los populistas, a los farsantes, a los mediocres y a los lacayos, que cada día envenenan el ambiente a través la prensa escrita, la radio y la televisión.
Cada mañana, cuando inicio la jornada, reafirmo mi decisión inquebrantable de mantener la conciencia limpia, de no aceptar prebendas ni canonjías, de no sucumbir ante la ambición y la vanidad y, sobre todo, de no dejarme amedrentar por los poderosos que se creen dueños de la humanidad.
En fin, estamos ante una sociedad donde los principios, la decencia, la moral y las buenas costumbres han llegado a la bancarrota. Una sociedad donde la ley no vale nada y donde una buena parte de la población parece haber llegado a la conclusión de que lo único importante en la vida es obtener dinero, sin importar la forma de obtenerlo.
Estamos perdidos. Y los mayores responsables son los que han ejercido el poder. Hablo de poder político y poder económico.