MEXICO.-Estoy convencida de que abril concluyó de la mejor manera en que puede acabar un mes, es decir, con una exquisita festividad: la celebración del Día del Niño. Ésta se remonta a 1924, cuando la Liga de las Naciones, precursora de las Naciones Unidas, avaló la primera Declaración de los Derechos del Niño, estableciendo que "la humanidad les debe a los niños lo mejor que tiene para ofrecer".
Desde entonces, se convocó a la celebración internacional para honrar a los niños y se estableció el día 20 de Noviembre para este fin. Sin embargo, cada país fija según sus propios calendarios el día que desea festejar a los párvulos y en México lo hacemos puntualmente cada 30 de Abril.
Pero así como la Liga de las Naciones decretó una serie de lineamientos en pro de la niñez, yo también me auto- impuse una serie de Derechos en pro de mi bienestar personal. Los estatutos son sumamente estrictos y deben seguirse al pie de la letra sin excepción alguna.
Por ejemplo, una de las normas más importantes dice así: “No levantarme por ningún motivo de la cama los fines de semana o días festivos antes de las doce del día, so pena de sufrir agotamiento crónico, palidez cadavérica, estrabismo, falta de irrigación cerebral y envejecimiento prematuro”.
Consciente de la importancia de prolongar al máximo mis horas de sueño, jamás paso por alto esta norma y aunque haya un incendio, un terremoto, una lluvia de meteoritos, una erupción volcánica, un tsunami o una avalancha de lodo precipitándose sobre mi vivienda, no soy capaz de faltar a lo estipulado en la Declaración de mis Derechos.
Pero justamente ayer domingo, en el peor momento de mi vida, cuando el reloj aún no marcaba ni las seis de la mañana, caí en la cuenta que me faltó incluir una pequeña pero importantísima cláusula. Olvidé poner “no levantarme de la cama antes del mediodía ni aunque mis hijos brinquen en mis tripas disfrazados de agentes secretos y griten con tal intensidad que amenacen con romperme los tímpanos”.
Y es que lo que sucedió ayer fue más o menos esto: mientras dormía estaba soñando que me encontraba rodeada de gente muy importante: altos funcionarios, grandes celebridades, famosas personalidades y un gran número de reporteros. En medio de la multitud, caminando como antigua diosa griega aparecía yo y la multitud al verme, se apartaba para darme paso. Iba a recibir un importantísimo premio y justo cuando preparaba mis palabras de agradecimiento, sentí que un bulto de 30 kilos cayó sobre mi espalda al mismo tiempo que escuchaba una grabación electrónica a máximo volumen repetir una y otra vez “manos- arriba- es- tás- arres- ta- do”.
Abrí los ojos casi al borde de un infarto por el susto y vi como un par de mini agentes secretos, entraban y salían de mi habitación gritando, corriendo, riendo y simulando una batalla. ¡Eran mis hijos! ¡No puede ser! ¡Sólo a ellos podría habérseles ocurrido despertarme en un momento tan inoportuno y tan temprano!
A punto estuve de propinarles una zarandeada, decirles una patochada y amenazarlos con castigarlos cuando recordé que justamente estaban tan alborotados porque estaban celebrando el Día del Niño y que sus lentes de rayos X, su cámara de visión nocturna y su aparato de radiocomunicaciones formaban parte del modesto regalo que habíamos decidido su papá y yo regalarles en ese día tan significativo para ellos.
Con gran asombro descubrí que pude levantarme de la cama sin mayor esfuerzo (pese a que me faltaban seis horas de sueño reglamentario) y pude ver con total claridad sus ojitos negros irradiando una extraordinaria luz que se encendió más cuando al abrazarlos les dije con voz queda: “feliz día, mis chiquitos…”
Cuando salieron de la recámara me quedé observándolos y me di cuenta que hacerlos felices cuesta muy poco. El juguete sin duda no les duraría más de una semana. En cambio, un abrazo y un beso que reciban de sus papás, alimentará su alma y engrandecerá su espíritu toda una vida…