El miércoles de la semana pasada, como siempre, sonó mi despertador a las 5:55 am. Caminé sonámbula en busca de mis sandalias; me arropé con lo primero que tuve a la mano, bajé catorce escalones, encendí un cerillo y prendí el calentador de agua.
Diez minutos después, estaba tomando una deliciosa ducha. Al terminar, cerré los grifos de la regadera, me envolví en una bata y salí del baño.
De vuelta en mi recámara, encendí la televisión para escuchar las noticias y ver el pronóstico del estado del tiempo para determinar mi atuendo del día. Es una costumbre que tengo pues pienso que “mujer prevenida vale por dos”. Por ejemplo, si en el noticiero dicen que habrá lluvias, salgo de casa con mis botas impermeables y aunque son un poco folclóricas y poco combinables con el resto de mi ropa, no reparo en esas nimiedades. ¿Quién notaría que llevo puestas unas botas rojas de hule? Nadie, estoy segura.
La cuestión es que, viéndolo bien, jamás me ha sido útil portar ese calzado porque el pronóstico siempre es muy inexacto y aparte, no tendría necesidad de caminar entre charcos si es que lloviera. Me temo además, que esas botas, han sido las culpables de padecer terribles infecciones y que deba visitar al podólogo con frecuencia.
Pero bueno, ese día dijeron que se esperaba un clima bastante caluroso.
Si el hecho de haber usado esas botas me había provocado una sudoración excesiva en los pies y ello una infección, entonces mi raciocinio me decía que sudor = enfermedades. Como no deseaba seguir acudiendo a ningún médico, decidí vestirme tan ligera como me fuera posible para de ese modo no sobrecalentar mi cuerpo y lógicamente, no sudar.
Una vez elegida mi vestimenta, pasé la siguiente media hora maquillándome, peinándome y perfumándome. Estaba entonces lista para salir de casa e iniciar mis actividades.
Pero cuando me disponía a apagar la TV tras haber escuchado las eternas noticias de guerras, elecciones y robos, escuché una efeméride que me llamó mucho la atención. Habían dicho que el 3 de Mayo, se celebraba el Día de la Libertad de Expresión.
No tuve tiempo de quedarme a escuchar la nota completa, pero salí de casa con esa frase haciendo eco en mi mente: “libertad de expresión”. Mientras cerraba la puerta, sentí que la vecina del 25 me observaba inquisidoramente. Traté de ignorarla y me apresuré a poner el candado a la reja, pero en eso salió el vecino del 48 y pese a que jamás me había dirigido la palabra, esta vez me saludó de una forma excesivamente cordial. ¿Qué les pasa a mis vecinos? ¿Habrán enloquecido? Subí entonces a mi auto y noté que la vecina seguía observándome cada vez con más ira. En verdad no lograba entender su actitud pues siempre había sido muy gentil conmigo.
Como ese día supuestamente, había total libertad de expresión, me armé de valor, me eché en reversa y llegué justo afuera de su casa. Bajé mi ventana y le grité bastante molesta: “vieja bruja, ¿qué me ve?”. Me miró asombrada y antes de que dijera media palabra, decidí decirle todo lo que pensaba de ella y que nunca (por educación o hipocresía) lo había hecho.
Le dije que era una enfadosa, que apestaba porque seguro no se bañaba, que si no se había dado cuenta que su esposo la engañaba con la hija de Doña Rosa, que nadie en la calle la quería, que tenía más bigote que una foca, que debería dejar de meterse en las vidas ajenas y que me molestaba su presencia.
Pude ver su mirada de incredulidad y noté que mis palabras le habían calado. Ella, como toda una dama que es, se limitó a decirme: “te observaba porque me asombra que salgas de tu casa en bikini”.
¿¡En bikini!?
Me retiré inmediatamente de ahí avergonzada de haberme comportado como una idiota. No volvería jamás a escuchar los noticieros. Hacerle caso al pronóstico del tiempo, me había metido en suficientes líos. Y eso de ser “libre de expresión” me había hecho comportarme insensible con mi vecina.
Me di cuenta que es mejor quedarse callado si lo que uno va a decir, es nocivo e innecesario para los demás…