En el 2008 no creo que acuda nuevamente a las urnas. A pesar de que los peledeístas limpiaron al país de perredeístas (uff, que alivio), de que los reformistas repuntaron y equilibraron las fuerzas políticas, no creo que vote.
En los próximos comicios, vendo mi voto. Lo vendo porque ni siquiera lo voy a emitir. No quiero ser como Juan TH (el del Jaguar), que ahora le duele la herida por la sal de la derrota; ni como los peledeístas, que el día de su triunfo no fueron a la casa nacional de su partido a celebrar: estaban concentrados en beber buenos vinos y disfrutar del caviar, entre abrazos almidonados.
Tampoco quiero estar como don Víctor Gómez Bergés, que nunca se preocupó porque su pelo se revolteara entre pobres y ahora quería tener el favor de la gente por la boca estruendosa de su hijo y una alianza fabricada.
Los peledeístas le han hecho un gran favor al país: limpiaron el Congreso y los ayuntamientos; o más bien, sustituyeron los curules y ahora posarán sus uñas bien pintadas en las mesas de las decisiones. No creo que cambie mucho la cosa.
En fin, sin mucha teoría, quiero vender mi voto. Se lo vendo al candidato que asegure la estabilidad económica, que inyecte más recursos a las escuelas y atienda la salud del pueblo.
No quiero volver al Hospital Padre Billini y ver una señora avejentada esperando atención en una sala de emergencia descuidada, donde falta de todo y los médicos aborrecen el cumplimiento del horario y la vocación de servicio.
Vendo mi voto al que deje de mentir, al político que no tenga dos caras, al candidato que mantenga lejos del Palacio a la polilla política, el que construya canchas en los barrios, el que lleve la cultura a las calles, el que aborrezca el tufo de la soberbia del poder.
Vendo mi voto por esas cosas. Es más, lo cambio. Y que no se aparezca un candidato con blower, de uñas pintadas y utilice los recursos del Estado y los ayuntamientos para comprarlo. Así no lo quiero cambiar.