Algunos autores se quejan de que hoy en día vivimos una crisis de autoridad que repercute en todos los ámbitos de la vida social y política y, de una manera muy directa, en el ámbito familiar y educativo en general. Manifiestan que la sociedad actual está confundiendo la democracia con la falta de autoridad y con una tolerancia absoluta. «Democracia» no significa tolerancia para todo, sino que la autoridad no se ejerce de una manera arbitraria o despótica, sino que es velada por la misma colectividad.
A lo largo de los siglos, y después de muchas luchas y sufrimientos, hemos llegado a comprender que ningún ser humano tiene potestad sobre ningún otro. Todas las personas somos iguales y por esta razón nadie nace siendo súbdito de otro. Es indiferente ser carpintero, jardinero, ministro o presidente, blanco o negro; lo que realmente importa es que somos seres humanos. La sociedad nos debe dar a todos las mismas oportunidades, porque todos somos iguales y nadie tiene potestad sobre nadie.
La autoridad sólo es un servicio que la gente encarga, y sea cual sea el ámbito de servicio confiado, ha de contribuir al respeto de la libertad y la dignidad de todo el mundo. La sociedad delega en unas personas e instituciones una serie de servicios para administrar el bien común. Si alguien tiene autoridad es porque le ha sido dada por el conjunto de la sociedad.
Aquellas personas que sin haber recibido este encargo quieren tener o ejercer una falsa autoridad caen en la tentación del poder. Se imponen por la vía de la fuerza en el intento de doblegar la libertad de los demás a sus intereses. Se otorgan una potestad que no tienen y que de ninguna manera no pueden justificar, porque nadie se la ha podido dar. Para legitimarla, deben invocar a los dioses, a la historia, a falsas ideologías o a la necesidad de conseguir, dicen ellos, un futuro mejor para la humanidad. Cuando me adjudico el poder es cuando me convierto en un lobo para los demás hombres.
Este uso del poder ha puesto en crisis el mismo concepto de autoridad. Las actitudes en contra de aquellas personas e instituciones a quienes hemos delegado el servicio de la autoridad son el resultado de la confusión existente entre autoridad y poder. Esta confusión va en detrimento del legítimo ejercicio de la autoridad: con el pretexto de que la autoridad está en crisis, se imponen los propios criterios y decisiones.
En este inicio de milenio son necesarios hombres y mujeres que, renunciando a tener poder, sepan ejercer con prudencia y sabiduría el servicio de la autoridad. Y que con su correcto ejercicio se conviertan en referentes para construir una sociedad más sólida y democrática.
Proponemos, pues, a nuestros invitados las preguntas siguientes:
¿Cómo construir una sociedad con autoridad pero sin poder? ¿Hay diferentes tipos de autoridad?
Si nadie tiene potestad sobre nadie, ¿cómo se atribuyen algunos esta potestad?
¿Somos conscientes de que nadie puede doblegar ni recortar la libertad de los demás? Reconocemos la libertad de los demás, la respetamos, pero ¿hay conciencia general de que nosotros no damos la libertad ni la sacamos, sino que sólo podemos enseñar a utilizarla y respetarla?
¿La mejor manera de evitar el poder es renunciar a él afirmando y apostando por la libertad de los demás?
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