El modelo descabellado de provincias instalado por las metrópolis europeas
en América, a lo largo de sus varios siglos de “ilustrada barbarie”, dejó en el Caribe pocas huellas de la cultura aborigen. Mas aún en la zona de las grandes Antillas, que además de Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba, comprende a Jamaica y el archipiélago de las Bahamas, de la música de los Taínos, el Areito o el Basoco, no sobrevivió nada. Si acaso sobreviven uno que otros instrumentos mal reconstruidos, la nostalgia del Padre las Casas y la mea culpa que se advierte en lo recóndito de nuestra memoria. El único músico antillano al cual se le endosaba la ascendencia indígena se conoció en Cuba. Se llamo Miguel Velásquez y según se cuenta era hijo de una india taina y de un español pariente del conquistador de aquella isla. Aunque no fue rebelde como Enriiquillo, por haber sido educado por los españoles, lo persiguió siempre la tristeza y el pesimismo, vale decir, de no saber a veces, a que lado obedecer como el “arrayano” de nuestra isla. De Enriquillo se sabe (Guarocuya era su nombre de pila), que ofrecía ramos de olivo en la montaña a los sanguinarios españoles que lo perseguían, mientras Tamayo, el “terrorista” de aquella época o el “chauvinista” de su tiempo, se movía en el otro extremo, muy distante de Guacanagarix, que en calidad de “entreguista” llegó a rendir pleitesía al amo. Eso escribieron los cronistas de india y recoge nuestra legendaria historia. De Hatuey sólo se sabe que se fue a Cuba en una yola para encabezar allí la lucha guerrillera de la exterminada población indígena .Pero pronto sería perseguido y apresaso, y como nos narra Theodor de Bry, en Frankfurt, “fue condenado a morir quemado en la hoguera”. Es historia real. “Lo ataron fuertemente a un poste, y cuando ya las llamas comenzaban a chamuscarlo, se le acercó un sacerdote para hacerlo cristiano antes de morir. Hatuey preguntó si haciéndose cristiano iría al cielo de los españoles, y como el sacerdote le contestó afirmativamente, le dijo que prefería ir un infierno antes de volver a ver uno de ellos". Miguel Velásquez llegó a rendir homenaje a Hatuey, de cuya legendaria estirpe se creía honrado, pero no llegó a hacerlo público más por duda que por temor. Y es que a su privilegiada otra alcurnia, como dijera Carpentier, debió el mestizo “la suerte de ser enviado a estudiar a Alcalá de Henares y Sevilla” y a su regreso fue regidor del ayuntamiento y mas tarde, 1544, se entrenaba como canónico de la catedral de Santiago. En España aprendió a ‘tañer los órganos” y se hizo experto en el canto Gregoriano, pero de que le valieron sus conocimientos y su profundo amor por el lar nativo, si ya para la etapa de su vuelta, la raza aborigen había sido prácticamente exterminada. De ahí su expresión desgarradora: “Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío”, dicha con la timidez de un mestizo y con la prudencia de un mestré de capela que seguro conocía las consecuencias de un desafío a un sistema en el cual “amo y señor” eran sinónimos de religión y nobleza. Como el mestizo Diego Lobato años mas tarde en el Perú, Miguel Velásquez se conformaría a partir de entonces, con componer motetes y villancicos para los oficios cantados en la iglesia, y con la notación de un areito que de la verdadera música de su primaria ascendencia poco ofrecía al presente como habría de comprobarse luego. De manera, que salvo un Miguel Velásquez, en nuestras Antillas no se conoció durante el Colonialismo ni después de su barbarie, un sólo músico de raíz u origen taíno. En México y Sudamérica sí, seguidas por Canadá y Estados Unidos. En Perú, por ejemplo, no sólo vamos a encontrar a Diego Lobato, hijo providencial de una española y un jefe Inca, sino al Inca Garcilaso, hijo de una princesa india y Garcilaso de la Vega. El Inca Garcilazo no sólo se interesó por la narrativa y escribió los Comentarios Reales, sino que fue un aficionado a la música de su raza, la cual, pese a la resistencia de los nativos de aquella cordillera, terminó modelada por la música Europea traída a América como una parte importante de la catequización y la liturgia.
EL BALSAMO DE LOS MISIONEROS. Más que el evangelio, fue precisamente la música que el bálsamo de los misioneros jesuitas, franciscanos, dominicos y de otras congregaciones, que llegaron a América desde los mismos albores de la colonización, para cristianizar a los nativos. Estos por su parte, lograron asimilar tan entretenida y rápidamente los rasgos “enajenantes” de la cultura europea y el sacro canto gregoriano, que “desde muy temprano la habilidad de los indios para la música fue motivo de elogios”. La música demostró ser además “la mas efectiva arma de conversión de los indios” entre los cuales, ya en el siglo XVI, los había “diestros en la construcción y ejecución de instrumentos musicales”. En México, el numero de los músicos aborígenes llego a ser tan grande en 1561, que el Rey Felipe II ordeno su reducción mediante una medida que afectaba también a las colonias del sur. Debido a la estructura social de las colonias, a los aborígenes no se les permitía ocupar posiciones directivas en la vida musical y sólo algunos músicos mestizos de ascendencia española e india como Velázquez y Lobato, detentaron posiciones importantes durante el periodo colonial, medio que se prolongo hasta mediados del siglo XVIII. Tanto en México como en Perú, “indios de ascendencia noble fueron escogidos para oportunidades especiales de educación, que incluían frecuentemente adiestramiento musical”. Gerar Behague informa que en Quito, Ecuador, los franciscanos organizaron el Colegio San Andrés en 1550 para instruir a hijos de caciques. La enseñanza consistía principalmente en familiarizar a los nativos primero con el Canto Llano y mas tarde con el órgano y la polifonía. Señala que ejemplos impresos de motetes del famoso compositor Francisco Guerrero, publicados en 1570, fueron adquiridos por el colegio para perfeccionar los coros indios. La labor de instrucción musical entre los indígenas, se la disputaron mayormente los franciscanos y jesuitas. La primera orden se encargó del norte y del centro del Continente, mientras que los discípulos de Ignacio de Loyola, desarrollaron una misión en Sudamérica, sobre todo en Paraguay, Bolivia, Argentina y Brasil. Bajo la instrucción jesuita, los indios o mestizos llegaron a adquirir conocimientos musicales suficientes como para integrar coros y pequeñas orquestas. En su historia de la Compañía de Jesús en el Brasil, Serafín Leite informaba de la participación de hasta cuatro conjuntos musicales en una procesión en Olinda, Pernambuco, en julio de 1611. En Paraguay la instrucción de los jesuitas fue tan floreciente a mediados del siglo XVIII, que el Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Anus Qui Bunc Vertetem, expresaba que casi no había diferencia entre Europa y esa colonia en el canto de misas y vísperas. El interés era tal, que José Cardiel, uno de los mas destacados instructores e la época en el Paraguay, podía decir que cada pueblo indígena no tenia por lo general de 30 a 40 músicos, incluyendo tiples (voces agudas), tenores altos, contraltos e instrumentistas, los cuales eran proveídos con partitura de los mejores músicos de España y Roma., desarrollándose entre ellos, algunos virtuosos, que según el misionero “podían desempeñar papeles excelentes hasta en las mejores catedrales de Europa”. Se creaban piezas incluso en lengua nativa, lo que no pudo hacerse con los Taínos en las Antillas pese al deseo de Las Casas, “lo que atestiguas el uso de la música en las misiones con propósito de conversión en Sudamérica”. Algunas relaciones, sobre la vida misional, revelan la continua coexistencia de música indígena y europea. Se permitían danzas indias como parte de los servicios religiosos, en especial en las diversas procesiones conmemorativas de las fiestas mas importantes. Gilberto Freyre, citado por Behague, refiere que en Brasil los jesuitas fueron grandes defensores de los indios, con quienes conciliaron “y por lo menos hubo una liturgia mas bien social que religiosa, un cristianismo suavizado, lírico con muchas reminiscencias fálicas y animisticas de los cultos paganos”. “A si pues, la música religiosa parece haber mostrado rasgos sincréticos. Junto al Canto de Llano, salmos e himnos, en las escuelas los indios aprendían a cantar alabanzas y alabados, canciones de alabanzas religiosas que se mantuvieron como populares en todo el continente”, precisas Behague. En 1615, medio siglo después de la orden de Rey de España para que se limitara la cantidad de músicos indígenas, el franciscano Juan de Torquemada, destacaba en su Monarquía Indiana, el desarrollo de la música entre los Aztecas en México. Informaba que los indios eran capaces de ejecutar excelentes copias de música polifónica, “bellamente hechas con letras iluminadas de principio a fin”. Y que “toda la población de 100 habitantes o más, tenia cantores e instrumentistas expertos en música polifónica”. Y que “ la factura de instrumentos se había difundido tanto como para hacer innecesarias las importaciones desde España”. Y que “había muchos compositores indios cuya música polifónica a cuatro partes, ciertas misas y otras obras litúrgicas, toda compuesta con destrezas, habían sido juzgadas como superiores obras de artes cuando fueron mostradas a nuestros españoles de la composición”. Behague consigna en su obra la Música en América Latina, que en Perú, que compartió con México la mayor sobrevivencia indígena, la primera pieza de polifonía vocal impresa en el nuevo mundo, fue la Hamacpachac de texto quechua y apareció en 1631 en el ritual del misionero franciscano Juan Pérez Bocanegra. Explica que también en Perú, “la mas importante colección de música profana del siglo XVII fue compilada por el franciscano Gregorio de Zuola, mientras que el apogeo de la música misionera, entre 1717 y 1726, estuvo representada en Argentina, por el jesuista italiano, organista y compositor, Domenico Zioli. En Argentina y Uruguay, poco se conservó por escrito de la producción musical durante la colonia, pues de la zona no sólo fueron expulsados los jesuitas por Carlos III de España a mediados del siglo XVIII, sino que los archivos musicales de esos misioneros desaparecieron con el mismo “misterio” con que más tarde desaparecieron los negros argentinos y uruguayos.