Hoy está lloviendo profusamente en esta capital que nos atosiga por su espanto de violencia y de prisa. Es ideal para expulsar del alma unas memorias que por seis años me corroen, quizás con interés de dar respuesta a muchos amigos que, hasta hoy, esperan una explicación de un silencio de años, del mutismo prolongado sobre Teresa. Conocí a Teresa en una borrascosa noche. Llegó como una perla en un bar, en la noche bailarina de la Zona Colonial de los 90. A la primera mirada sucumbió el tino de ambos.
Fue su amor una pasión revuelta que empujó todos los ímpetus del disfrute. Viajamos juntos, compartimos tristeza, nos mojamos los pies bajo la luna. Fuimos, con acierto, muy felices.
Ella era una mujer fuerte, con bríos dominantes, que en el ejercicio del amor me regaló sus mejores flores. Jugamos con la intimidad hasta vaciar el último placer; bailamos mientras la luna celaba la alegría más infinita de dos amantes para quienes el mundo era un inmenso jardín de rosas multicolores, donde no cabía otra cosa que vivir con intensidad.
Era Teresa mi doncella, mi reina, la guía de mis mañanas y mi día, mi paso por las horas atacadas de trabajo, mi bálsamo al desaliento de una vida que nos aplasta segundo a segundo. Fue Teresa mi imperio, mi cenit, mi palabra viva, mi amor sin explicación, el cielo más azul, mi cortesana en la seducción. Ella me amaba y yo la amaba también.
Un día llegó la noche y se interpuso en el espacio angosto de dos personas que se resisten a besar la despedida. Bastó viajar un mes al exterior para que el mundo transformara sus colores. A mi vuelta, ya Teresa no estaba, había tomado otros caminos y dejó, con su ausencia, el vacío más profundo de mi alma, la marca imborrable de una sonrisa blanquecina, el recuerdo de sus ojos de tigresa, la fragancia de su piel de seda.
La vida cambió abruptamente y aquellos esplendores pasados, aquellas glorias de besos serpentinos, quedaron como pesado consuelo sobre mis recuerdos. Teresa no estaba; quedé sólo. El amor se mudó a otro sexo y en esa mudanza mi vida se transmutó y se asentó en el territorio desolado de la tristeza. No tenía cobija, no había consuelo alguno para mitigar la ausencia de aquella muchacha que decidió traspasarme las mejores prendas de su alma y de repente estableció una veda en sus encantos y su corazón.
El mismo día que recibí la noticia, acababa de llegar del extranjero. Me expuse a la ducha fría del baño y seguí su caída hasta confundir mis lágrimas en ese torrente que espabilaba mi tristeza. Tomé, empero, la decisión de pasar la página del libro que acaba de leer, dejar en el pasado aquel camino de nubes transitado junto a la mujer que removió los resortes más firmes de mis emociones. No busqué más a Teresa. La ternura del amante se escondió en los pasadizos del silencio con la convicción de que, con el tiempo de la mano, todo pasa y todo queda, como dijo el Machado, el poeta español.
Pasó el tiempo y Teresa volvió. Lo hizo con el mismo ímpetu de aquella noche en que aprobó el amor incipiente con su química infernal. Mi corazón la aceptó sin reproches, pero ya no era lo mismo.
En ocho meses, ejercimos el amor con la misma intensidad que el primer día: anduvimos las calles, tomamos la carretera, viajamos al extranjero. La vida fue nuestra nuevamente y los besos reasumieron su pedestal de gloria.
El día menos pensado, llegó el destino y apartó dos corazones que parecían inseparables. Ahora, digo, fue un mensaje divino que me hizo abdicar de la segunda etapa del amor nada parecida a la primera.
Pasaron nueve meses y la volví a ver, estaba como nunca. Han pasado seis años y paulatinamente aquella llama abrasadora se apagó sin negociación ni preámbulos. Apenas me acuerdo de Teresa.
Al alejarla de mí, deshice sus recuerdos físicos de mi frente y me propuse borrar los espacios que por cuatro años nos pertenecieron. Me alejé de amigos comunes, bajé la vista para no ver los edificios cómplices de esa historia y me alejé hasta de mis pensamientos. Poco a poco, envíe su recuerdo al olvido en alianza con el tiempo. No fue fácil en una ciudad pequeña en la que a cada palmo me salía al frente con la nostalgia de nuestras andanzas.
No pienso ya en la hecatombe de esa pasión de luces y sombras.
Me dicen que se casó y que es feliz. Feliz soy también de saber que ella lo es. Nunca, jamás ni nunca (para reproducir el habla común), sería capaz de articular para palabras para distribuir el lastre que en un momento cargamos los dos; si acaso los esplendores.
Ese amor pasó, como todo. Qué Dios ilumine los caminos de Teresa.