Cuando Dámaso Pérez Prado llegó a México a finales de los años 40s, del recièn pasado siglo, pavoneándose con el Mambo, desde Cuba, donde había nacido en 1916, trataron de armarle un escándalo, acusándolo de haber “plagiado” el ritmo. Ciertamente que el Mambo, que Pérez Prado internacionalizó y del que se convirtió en su rey hasta provocar furor en Estados Unidos tras la locura de la rumba, era un género de la prolija música afro-cubana, propia de la santería, una danza que casi al destape hacía recordar los viejos ritos sexuales que los congobantuses africanos habían transplantado en la mayor de las Antillas desde su misma condición de bozales. El Mambo era “un simpático disparate”, según Stravinbsky (1771-1882), pero en su ritmo fue que se hicieron célebres éxitos como “María Cristina”, “Moliendo Café”, “El Manicero”, “Cerezo rosa”, la “Chula linda” y “Caballo Negro”, la mayoría producto del genio de Ernesto Lecuona, temas que a su vez fueron objeto de grandes disputas sobre plagios, ya que muchas de las orquestas latinas radicadas en la “babel de hierro” los reinterpretaban a su parecer y estilo y los vendían como de su propiedad. Pérez Prado y su Mambo fueron celebrados en México hasta la cerrazón. Los mexicanos de la calle lo conocían y admiraban más que al Presidente, pero todo cambiaría radicalmente el día que al artista se le ocurrió adaptar a ese ritmo, el Himno Nacional de la nación azteca. Enfrentado con la identidad nacional de los mexicanos, el “eléctrico compositor” cantante y bailarín de Cuba, nacido en Matanzas y a quien apodaban “La Foca”, tuvo que salir despavorido y refugiarse al otro lado de la frontera. Ya cuando Pérez Prado, ( que murió precisamente en México, ya reivindicado) se había curado de los despiadados ataques que lo persiguieron hasta el territorio angloamericano y que siempre rebotaron en su “rico mambo”, apareció el Cha-cha-cha en Nueva York. Entonces Enrique Jorrín (1926-1986), que todavía no había salido de Cuba, aunque sí de su Piñar del Río donde había nacido, fue la otra celebridad de “plagio”, no sólo porque vendiera el nuevo baile como suyo, sino por su espectacular parecido al Mambo, a tal grado que temas como “El Campesino” del también cubano Frank Raúl Grillo, “Machito” (1912-1984) y “El Pescador” del no menos habanero José Curbelo (1917-1926) fueron siempre confundidos con ambos ritmos. El Cha-cha-cha era un ritmo, además, que los boricuas de origen en Estados Unidos, en su disputa histórica con los cubanos y dominicanos por una música (Son y Salsa) que ellos aman, cultivan, pero que no les pertenece, reclamaban como suyo, supuestamente creado a través de la aceleración del Mambo. De hecho, El cha-cha-cha es derivado del Danzón-mambo y de la tendencia de los músicos de acelerar el ritmo, tales como hicieron en República Dominicana, Jhonny Ventura y Wilfrido Vargas con El merengue. Si estos dos músicos no fueran dominicanos y hubiesen nacido en Cuba, de seguro que sus ritmos y estilos de enfatizar la música, tuvieran sus propios nombres y quizás no se les llamara merengue, que de hecho, por la gran variedad de ritmo: “Jalemengue”, “Bolerengue”, “Merengue de palo echao”, “Merengue a los macos”, “Bacharengue”, “Merengue Cùcara”, “Merengue apambichao”, etc, representa ya un complejo génerico. En Cuba, bastó con que Jorrín, mostrara una introducción instrumental enfatizada del mambo (cuando todavía este se alimentaba de la parte sincopada del danzón, con una parte cantada a coro por todos los músicos de su antigua orquesta América, y un final con estribillo), para que surgiera un nuevo ritmo entre los cubanos, que a destiempo fue a generar escándalo a Nueva York.
A Ricardo Valenzuela, por la Bamba, los mexicanos le aplicaron la misma medicina. Los aztecas siempre han reivindicado como suyo el subgénero, más que aceptarlo como la representación genuina del “Tex Mex” o la “Música de la Frontera”. Y no le han perdonado al músico chicano, ni siquiera tras su muerte en un accidente aéreo hace casi medio siglo, que prácticamente se apropiara del ritmo y facilitara su encasillamiento en el llamado “rock latino” De la Bamba de Valens se han creado otras polémicas versiones, como la de Los Lobos y la de Selena, la otra estrella de California, que a ritmo de “Bidi, bidi, bamba”, siguió la huella de su predecesor, no sólo en talento y fama, sino en desaparecer trágicamente en el albor de la consagración.
El Tango tuvo dos reyes: Villoldo para los folcloristas argentinos y Gardel para los cosmopolitas del género, pero ninguno cargó con el lastre de “plagiario”. Y ello mucho tuvo que ver con un hecho que los argentinos siempre han lamentado: el Tango, como muchos géneros de la música proscripta de los negros reinterpretados en América, fue aceptado primero en París que en Buenos Aires, en donde hasta los años 20s del pasado siglo, fue considerado una música arrabalesca y de burdel. Con decir que hasta Leopoldo Lugones, el cerebro del Modernismo en Argentina y célebre por sus poemas de ritmo musical como “Romancero” y “El Himno a la Luna”, llegó a repudiar el Tango, llamándolo “ reptil de lupanar”. Mientras eso ocurría en Argentina, el ritmo porteño era objeto de coronación en Europa, a tal grado que el artista plástico parisino Sem (en honor al primogénito de Noé y no al Tob Santos de Carrión) llamaba a la capital francesa “Tangoville”. El reinado de Gardel, que era Francés, nacido en Touluse, aunque los uruguayos se obstinan en “plagiarlo” como suyo, comenzó en 1917 cuando cantó en argot lunfardo bonaerense “Mi noche triste” de Pascual Contursi y se consagró con “El día que me quiera”, con la coautoría de Alfredo Le Pera.“ Jamás oí una voz tan bella” dijo Bing Crosby, en un gesto de desprendimiento sin igual, al escucharlo cantar, y un ejecutivo de la Paramount, en New Yok, al oír su canción “Silencio” dedicada a cinco mártires con el mismo apellido, exclamó, “tiene una lágrima en la garganta”. En la historia de Gardel hay otras dos figuras entrañables, José Razzano, con quien se inició cantando a dúo música criolla, y Astor Piazzola su panegirista musical, quien ha dicho del único rey del Tango: “cada día canta mejor, sus discos ensayan de noche… Y Piazzola no se equivocaba, por canciones como “Volver” y “Mis buenos Aires queridos”, todavía se escuchan todas las noches, como una sinfonía vital, en la capital argentina. Pero el Tango genera otras controversias relacionadas con su nacionalidad. No hace poco Guillermo Cabrera Infante, (premio Cervantes y recién fallecido en un hospital de Londres, tras su acariciado exilio en España), desempolvó la vieja teoría de que el Tango nació en Cuba y que su origen reside en un ritmo básico africano llamado “Tango-Congo”. Del Tango, nombre que durante los primeros días de las colonias, se dio a un ritmo popular entre los negros esclavos, se ha dicho además que se deriva de la “Habanera cubana” y la historia de la musicología americana recoge un ritmo llamado “Tango-Habanera”, destacándose entre los que sostenían esa premisa, el escritor argentino Jorge Luis Borges, el genio creador de los grandes falsos personajes y quien (reivindicando la “política blanqueadora” de Sarmiento y Juan Bautista Alberdi de finales del siglo XIX), sostenía que los mismos creadores de esa música: los negros, “no tenían memoria” Ahora los uruguayos, en su disputa histórica con los argentinos por la paternidad del Zorzal criollo, agregan otro elemento de discordia, cuando afirman que también El Tango le pertenece y que fue en un depósito de frutas de Montevideo, donde nació el ritmo un 2 de diciembre de 1866. Así lo cuenta Nelson Bayardo, en su libro “Tango, de la mala vida a Gardel”, y así lo han hecho suyo muchos intelectuales y periodistas uruguayos, como Roy Berocay, y gente sencilla de las calles como Leonardo Durante, que desde el barrio montevideano Goez, llama a viva voz a sus paisanos, a no dejarse quitar el Tango, “porque si bien la frontera nos divide, frente al corralito económico que nos destruye, sólo la música de nuestro zorzal, puede salvarnos ya que nos perteneces”. Y se repite por todas partes la nueva historia del ritmo que nació un domingo en el susodicho depósito de verdura. Allí, en medio de la música de candombe, polka y mazurca, un personaje virtuoso del siglo XIX, de nombre Tano, al encontrase con la hembra de la que estaba enamorado, pidió a los músicos que lo acompañaban instrumentación en manos, que ejecutaran una típica habanera introducida por los marineros cubanos que por aquella época llegaban a Río de la Plata y que alocaba a los uruguayos. Entonces el Tano, fuertemente emocionado, tomó su pareja por la cintura, y como la leyenda aquella del Vallenato que como por arte de magia apareció en los acordeones del naufragio holandés en las costas colombianas (para sorpresa de los presentes surgió la nueva música del Tango. Lo del Vallenato y Riohacha luego se lo cuento).
Con el Jazz ocurrió algo similar al Tango. Ambos géneros, quizás por su idéntica animación racial, triunfaron primero en Europa que en América en donde habían surgido, aunque el fantasma del prejuicio racial camuflado de “moralidad” los persiguió hasta en el viejo continente, donde fueron “prohibidos” por regímenes, papas y emperadores. “Los reyes del Jazz” al estilo Gardel y Villoldo con el Tango, proliferaron en Afroamérica. Ferdinand “Jelly Roll” Morton fue el rey del Jazz clásico de Nueva Orleans, un reinado intensamente discutido que él defendió con la pasión de un “Tiger Rag” que otros músicos de su generación reclamaban como suyo. “Yo invente el Jazz”, se le oía repetir a Morton en cada una de sus presentaciones, expresión que su publico no sólo aceptaba sino que le aplaudía con un humor de minstrel. A contrapelo de “Jelly Roll”, Scoltt Joplin fue el rey indiscutido de Ragtime desde comienzo de siglo, título que incluso parió florecimientos sucesivos, década tras década desde los años 40. En 1970, el piano y las grabaciones de la banda de Rag de Joplin rompieron el récord de venta y popularidad en la música pop y clásica de Estados Unidos. Sus Rags fueron usados como tema musical en la película “The Sting” por lo que obtuvo un premio Pulitzer póstumo. En su honor fue emitido un sello postal conmemorativo y en 1991, su residencia en Saint Louis, Missouri, fue convertida en un monumento histórico. El único hecho que escandalizó un tanto la trayectoria de Scott Joplin, estuvo relacionado con el célebre tema “Snake Rag”, que Louis Armtrong, el creador del Swing y el Scat, grabó con su “Creole Jazz Band”, sin saber a quién acreditárselo, si a Joplin que originalmente había publicado la pieza o a King Oliver que la reclamaba como suya.
La menos neurálgica de las polémicas, que como el Jazz, se queda también dentro de su propio territorio, ocurre con el Samba, la danza cantada de raíz africana que se baila con la umbigada, la que tras irrumpir con alboroto en el carnaval de Río de Janeiro de 1930, se convirtió en la reina de las cuchumil danzas brasileñas. Nadie discute en el Brasil, ni siquiera la gente de Bahía, que el Samba es carioca y un poco de Sáo Paulo, pero históricamente ha habido una guerra entre las escuelas del ritmo, por la paternidad de una creación que es anónima y remota, como ocurre con casi todos los ritmos populares y nacionales, que tienen su etapa folklórica y una prehistoria. En el susodicho carnaval, los diarios brasileños anunciaban los primeros desfiles de las escuelas de Samba como algo nunca visto en la historia de ese país. Las primeras orquestas de Jazz de Nueva Orleáns, fueron novicias antes el escándalo y la emoción que provocaron por las calles de Rió, los instrumentos bárbaros de las escuelas de Samba, llegados de los quilombos caiapó y las barracas. La primera escuela que surge con su novedad instrumentaria, la Cuíca y el Surdáo, fue la Deixa Falar (Deja hablar y calla) y tras ésta, muchas otras en actitud desafiante y provocativa Todas se diferenciaban por la forma atrevida y procaz con que ejecutaban el baile, y sobre todo, por el sonido de su batería y el uso de aperos colaterales propios del arte culinario. Allí estaban las cucharas y los sartenes, alineados sobre un metro doble, una pauta rítmica autoritaria y un canto responsorial, que rendían culto a Changó ( Dios del trueno y el relámpago en el panteón de los cultos afrobrasileños y afrocubano. Con ese nombre se designan también las ceremonias en honor de la deidad). Los bantuses fueron uno de los grupos africanos que llegaron al Brasil durante los primeros años de colonia, originarios de la zona Congo-Angola. Los bantuses no eran una etnia sino una cultura, considerada avanzada y superior, entre las muchas etnias culturales africanas y entre sus deidades figura Yemaya (Diosa africana de la música y la fertilidad, a la que el grueso de los habitantes de Bahía y Río Grande, descendientes de antiguos esclavos africanos, guardan devoción y rinden culto en julio de cada año. De esas escuelas surgieron los primeros grandes músicos del Samba, como Alcebiades Barcelos (Bide), Severino Araujo, Carlixto André y Belinho el viejo, entre otros, que se hacían llamar maestros. La palabra Samba aparece por primera vez en la palestra pública, en 1891, cuando Alexandre Lévy, la menciona en su Suite Brésilienne. Luego en 1917, un músico popular de nombre Danga, la usa en una composición del ritmo, el samba Pelo Telefone, a la que seguirían otras como Agoraé Cinzas (No quedan más que cenizas) y Na Pavuna, que puso en boga el término batucada derivada de Batuque que fue uno de los ritmos propios de la transición musical americana y el principal ovario de la samba. De allí surgieron entonces las Batucadas de Samba que iniciaron una segunda historia de la música brasileña.
Con el Son el conflicto surge por su nacionalidad. El nombre le viene de España, de donde llegó hace siglos como definición de una música de compás ternario, los cubanos fueron quienes los desarrollaron en su tempo actual de dos por cuatro, pero los dominicanos lo reclamamos como nuestro. Dos datos son tomados como base para decir que el Son es dominicano: el ritmo que dos negras dominicanas, Micaela y Teodora Ginés, supuestamente dieron a conocer en Santiago de Cuba, a finales del siglo XVI, conocido como “El Son de la Ma`Teodora” y el tema “Mercedes” de nuestro antiguo juglar Cundo Lockward, cabeza del grupo de trovadores dominicanos que desde finales de la pasada centuria se proyecto con una música que a ratos giraba entre la Romamza, la Criolla, el Bolero y el Son. Al frente de los dominicanos que reclaman la paternidad del Son, se destacan los acrisolados teóricos César Namnum y Julio César Paulino, “El cacú” Los cubanos por su parte, no aceptan regateo ni discusiones a la hora de defender lo que a su juicio constituye su género musical más representativo. Lo cierto es que las dos modalidades de Son más acabadas, la cubana y la dominicana, resultan muy parecidas, salvo que los cubanos la bailan de picada como si se fueran a caer y los dominicanos con pies firmes como el Guardia con el tolete al hombro,. Ahí tiene usted el caso del Bolero cuya expresión lingüística también heredamos de los españoles desde la época de las Conquistas, cuando nos llegó junto al Fandango, la Seguidilla, el Zapateo y otra música de animación ternaria. ¿Nació en Cuba o lo crearon los mexicanos? Esa es una vieja disputa, en la que entran también como buenos demandantes, los boricuas y los dominicanos, que han dado a la posteridad de igual forma, buenos y excelentes boleristas. Los cubanos alegan que la creación del bolero actual fue obra de su trova tradicional, iniciada en el pasado siglo por José Pepe Sánhez y consolidada por el Movimiento del Filin que encabezó José Antonio Méndez. Los mexicanos dicen que fue Agustín Lara el creador del Bolero y que el trío Los Panchos, cuya voz principal, Hernando Avilès era boricua, lo consolidaron. La realidad es, que entre Cuba y México, que son los que más aportes han hecho al bolero latinoamericano, ha habido siempre una estrecha relación musical desde la llegada del Chuchumbé a la nación azteca llevado por los cubanos, antes del siglo XIX. ¡Que en sus orígenes, el Bolero surge en Cuba, al calor de su guerra de Independencia, eso nadie puede negarlo! Pero innegable es, igualmente, que hasta allí, entre la Habana y Santiago de Oriente, llega la canción yucatesca, romántica y guapachosa, llevada por músicos e intérpretes mexicanos desde 1890, a través de los circos y las zarzuelas, la cual se mete con fuerza en la vida musical de los cubanos. Años después esa influencia se enriquece y se revierte, cuando el Bolero cubano llega a México cerca de los años 30s, llevando en su estructura, los aires de la canción yucatanesca. Lo demás es historia, en la que boricuas, chilenos, argentinos, venezolanos y dominicanos pueden exhibir a un Daniel Santos (El inquieto anacobero), un Lucho Gatica (La voz continental) una Libertad Lamarque (La Novia de Amèrica), un Felipe Pirela (El bolerista de América) y un Alberto Beltrán (El negrito del batey) entre otros grandes compositores e intérpretes, asì como mucho corazón y nada más.
Volveremos con Interrupciòn (2)