Siempre vale pena hacer el mayor esfuerzo contra el crimen, siempre que se reconozca que la primera regla es que para hacer –lo que se dice “hacer”– hay que probarlo para poder merecerlo, o de lo contrario el efecto puede ser adverso. Ahora es más importante saber qué hacer con el crimen, después de las medidas del gobierno. Sin embargo, debemos preguntarnos sobre el tiempo de duración de estas medidas, y en qué se convertirán.
No es mucho, desde luego, lo que se puede hacer con el crimen de manera apresurada, inmediata, pero lo cierto es que podemos hacernos muchas preguntas antes de generar reacciones y proponer fórmulas que inflexionen de acuerdo a la naturaleza social del crimen. Cuando miramos a nuestro alrededor, y descubrimos que nuestra sociedad, lejos de convertirse en moderna, se orienta a la destrucción de sus más elementales valores, si de repente nos preocupamos por el crimen es porque sencillamente ya se ha perdido el rumbo, lo cual no significa que vamos a poder enmendar el problema que ahora nos ocupa, y significa también que definitivamente estamos atemorizados, porque no sabemos qué hacer con el crimen. Si no, las presentes medidas no hubieran aparecido tal como ha ocurrido.
No podemos hacer nada con el crimen si éste permanece en el nivel político, que convierte al fenómeno de la criminalidad en un hecho político. Se recomienda ir despacio, desenterrar razones más ilustradas, como la moral de la sociedad dominicana. La falta de moral en la que se imputan a los trasgresores de la ley, a los mismos agentes de orden, incluyendo a militares, y a los políticos, que también se benefician de la criminalidad.
El primer paso es la confianza de la ciudadanía, aunque no sepamos nada más. Si queremos ser realmente combativos en lo que vamos a hacer contra el crimen, debemos ser muy analíticos, para que al final se puedan traducir en una forma de confianza de la población hacia los que cargan con esta responsabilidad. Hay otras estructuras en el crimen, pero no hablaremos de ella, ahora. Lo que urge ahora es combatir el crimen, pero es necesario también discutir el tema moral de quiénes son nuestros líderes, y de por qué hay tantos ofensores.
Si la moralidad de una sociedad que se discute primero, ésta se refleja en la tradición de un pueblo completo y el rumbo que está tomando dicha colectividad. Así, por ejemplo, tenemos a Checoslovaquia, que en el código penal, para los delitos “locales” (atraco, asalto, entre otros que no recuerdo ahora) la penalidad de ciertos delitos la hacía de una manera muy singular: los culpables eran sacado de Praga, por un tiempo mayor de los seis (6) meses, por considerar que no merecían vivir en la ciudad que ellos consideraban “la más bella del mundo”. Con semejante ejemplo curioso, no deseo inducir a un entendimiento jurídico de la calamidad social que abordamos, a lo sumo destacar el aspecto moral de la criminalidad en la que vemos a sujetos inquietos y sin rumbos en la sociedad. Y esto no es excluyente de los que detentan la decisión política.
Antes de exponer mi idea de enfrentar el crimen, consideramos que hablar de criminalidad en los términos que los hacen los medios de comunicación y el poder político es sencillamente una “disipación” del tiempo, y que lo sigue es ver si vamos a poder ponernos de acuerdo verdaderamente, o si estamos dispuestos a correr algún riesgo en las acciones que siguen cuando se discuta el tema con carácter de agenda nacional. Y creo que esto no ha ocurrido todavía, ya que nadie se identifica lo suficiente como para arriesgar nada.
La reflexión ha de partir sobre la sociedad que equivocadamente nosotros hemos creado, las fuerzas morales que la nutren, pero sobre todo, la evolución de sus instituciones políticas y jurídicas al servicio de la nación con toda su falta de moral. Por eso, cuando por fin surge la pregunta, “qué hacer con el crimen”, nos llega como respuesta lo que emerge en el nivel discursivo, que es el nivel en el que todo el mundo comienza a hablar. Preparación complicada, de verdad, porque se pierde más tiempo preparando la cosa que haciendo algo efectivo, en este caso, organizándonos para enfrentar el crimen práctico. Nadie siente necesidad de preguntarle al sistema social sobre las consecuencias peligrosas de las áreas estratégicas de la democracia, las cuales han sido desatendidas por mucho tiempo (transporte, electricidad, el sistema político, educación, el sistema laboral), para ver que los jóvenes de mañana se sumen al ejército de la delincuencia estricta.
No es fácil saber lo que podemos hacer para enfrentar la ola de violencia criminal, pero valoramos como positivo que paulatinamente empiece a surgir la decisión ejecutiva, y por esa razón comprendemos que aunque no sabemos qué hacer con el crimen, por lo menos puede surgir una esperanza.
Lo primero, lo más urgente, es preguntar cuál delincuencia vamos a atacar primero, si la llamada común o si por contrario, la llamada organizada, también nombrada con los nombres de dominante, útil, porque la ejercen las personas que ostentan el poder económico y político. La cuestión es que ahora estamos siendo atacados por la delincuencia de la gente pobre, de quienes son responsables indirectos los funcionarios que desvirtúan las funciones que deben ofrecer los servicios sociales al pueblo, que luego se convierten en gentes agresiva, infame, delincuente.
He sostenido la tesis que los delincuentes, muchos de ellos, desean no ser los seres en los que se han convertido, a no ser por el tipo de sociedad en que la está tocando vivir. El delincuente moderno es como una vuelta al ofensor feudal: éstos se muestran en forma de desorientados, por veces como unos depravados, agotados, errantes, obtusos, ignorantes y, sobre todo, falto de responsabilidad. Aun así, según nuestro parecer, son pobres almas perdidas: sin educación, sin orientación social, sin éxito personal, en sentido general. A pesar de su crueldad y su peligrosidad criminal, de su inhumanidad, deberíamos tenerle pena, porque ellos conviven en nuestra misma sociedad, la misma que ha enriquecido a algunos y ha volcado a la fatalidad de la pobreza a los padres de estos pobres infortunados delincuentes de hoy.
Para probar la fuerza de mi teoría quiero contar una historia real, que le ocurrió el profesor y además amigo, Rodrigo París Steffen, antiguo director del ILANUD, tal como nos contó en un evento internacional sobre Derecho Penal Global, organizado por la Universidad de la Tercera Edad, en 1997, y cuya moraleja quizá sirva para resolver esta pregunta, en cuestión. Él empezó a narrar lo siguiente: “Siendo yo joven estudiante, en Francia, hurté un libro y fui detenido en la puerta de la librería. De inmediato fui llevado a la comisaría del lugar, me pidieron el carnét de identidad, me leyeron los cargos, firmé un libro de infracciones; el agente me entregó mi documento y me dijo `váyase`”. “Así nomás”. De aquel día hace ya más de 40 años, nuestro amigo confiesa que le teme pararse muy de cerca de los anaqueles de las librerías. Como esto ocurrió en una sociedad que preservó su moral, este pequeño y otros “ilegalismos”, permiten perseguir a donde quiera que vaya a un infractor así, que generalmente terminar con purgar su falta con un servicio social a la comunidad. La sociedad dominicana que ha perdido el sentido de su propia realidad, hay que imprimir el sentido de que el delito está prohibido y que quien cometa delitos definitivamente se está cerrando las puertas en su propia colectividad, ya que la moral está cercada en las tradiciones de un pueblo. Y, sobre todo, porque el delito debemos encararlo siempre como conflicto.
Una pregunta que debemos hacer, algo en lo que nadie se ha puesto a pensar, tiene que ver con la relación ciudad-delincuencia. De la sola acepción de “ciudad” se han desarrollado importantes teorías como objeto de estudio criminológico. La ciudad como tema de estudio, para la región latinoamericana, data de la década de los años 50, y la cuestión que en aquel entonces presentaron los criminólogos, demostró a todos un punto de partida muy claro: Para algunos, la ciudad se ha vuelto “amigo”, y para otros, forzosamente, “el enemigo”. Donde no hay ciudad organizada, se preconiza la llamada solución policial para aplicar las medidas de control excluyente; hay que tenerle mucho miedo a excluir: segregar, centralizar, burocratizar, reprimir, o simplemente ejercer el control de la delincuencia en forma dura y cerrada; y la Policía excluye.
En primer lugar, la Policía Nacional, cuyo principal problema es ético y no de recursos económicos. El punto lo traemos a colación por la oposición de una parte de los legisladores al empréstito millonario de equipos para la institución. El Congreso Nacional no ha respaldado a la institución, no se conoce de ninguna oferta legislativa positiva, aunque lo más importante antes de otorgar concesiones de cualquier tipo es pedir un informe general de la institución policial. La policía es corrupta, a pesar de sí misma. El uniforme policial separa a la población de la institución desde hace mucho tiempo; la gente no confía como debiera en ella. Con frecuencia se le observa bebiendo en horas de servicio, también se sabe de la cantidad de delitos que cometen. Nunca debió el Estado dominicano dar esta responsabilidad a la Policía Nacional de perseguir y capturar delincuentes, si no se estaba dispuesto a apoyar e impedir las malas influencias que la han abrumado.
La otra institución, el Ministerio Público, que se ha llenado de muchas imperfecciones y que de repente queremos corregir en el discurrir de la ley procesal, le falta tradición de una correcta cultura jurídica, necesaria para alcanzar otro Ministerio Público, un órgano que debió ser hace mucho un organismo “extrapoder” y no el brazo judicial del Poder Ejecutivo.
Antes de implementar alguna acción, después de conocidas las medidas del gobierno contra la ola de delincuencia, lo que debe de hacerse es una sustitución visceral de los funcionarios que no son aptos para dirigir esta lucha contra el crimen, por otros más apropiados; es decir, disponer de los mejores hombres para la tarea. Por lo que creemos que eso debió ser lo primero, ante de ponerlas en ejecución, para mandar una buena señal.