Solo la laxitud cívica, ese cansancio que nace de la falta de fe en los destinos colectivos, pero también de la complicidad y el acomodamiento con lo existente, explica la tímida respuesta ciudadana a las fundadas denuncias de corrupción en áreas importantes del gobierno ocurridas en las últimas semanas. A lo sumo, critican algunos la inconsistencia entre el discurso público y la práctica concreta de funcionarios, incluido el presidente Leonel Fernández, que aún persisten en la hipocresía de levantar la moralidad como bandera política distintiva.
Y porque la respuesta es tímida, funcionarios y gobierno pueden escurrir el bulto, prometer explicaciones en fechas que no precisan, echar mano de argumentos para deficientes mentales o, como lo hizo José Joaquín Bidó Medina, diluir la responsabilidad de la Comisión Nacional de Ética y Combate a la Corrupción, que preside, en el amoroso y paternal consejo a los funcionarios de “actuar con cautela” a la hora de suscribir y discutir contratos a nombre del Estado. (Quizá fuera un lapsus línguae, pero entre "cautela" y "transparencia" puede haber, y de hecho la hay, una distancia abisal. Recuerde Bidó Medina que "cautela" es también “astuacia, maña, sutileza para engañar”, mientras que "transparencia" no admite interpretaciones equívocas.)
Sin el menor asomo de ironía, afirmo mi convencimiento en la intachable decencia personal y pública de Bidó Medina. Pero sus declaraciones respecto a las denuncias en cuestión, como las de Octavio Líster, jefe del Depreco, evidencian el valor de uso que tienen para el gobierno peledeísta las permanentes apelaciones a la ética y a los organismos creados para su promoción en el Estado.
La imputación no es graciosa. De haber real empeño en prevenir, perseguir y sancionar la corrupción, ya no la CNECC, especie de “buena voluntad incompetente”, para usar la definición de Lipovetsky, sino el Ministerio Público, que sí tiene facultades para ello, hubiera puesto en movimiento la acción pública contra aquellos a quienes el rumor señala como responsables de delitos de corrupción. pero en lugar de actuar, en las instancias encargadas de aplicar la ley Pilatos se multiplica como esporas. En el agitado y multitudinario lavado de manos, la impunidad campa por su respeto, mientras la “ética” gubernamental hace de súcubo.