Confieso la debilidad por aquellas gentes que alientan el diálogo y encienden palabras, que son sensibles a toda corriente, que se inventan cauces de proximidad en un mundo de lindes. Nada les suele sacar de quicio. Por sí mismas, son un oasis de aire fresco. Más que nunca, pienso que necesitamos de estos soñadores que van más allá del chismorreo. Quizás nos vendría bien quitarnos los impermeables, navegar desnudo como los poetas, darnos menos importancia e importarnos más por la vida que viven los seres humanos, vengan de donde vengan, vayan a donde vayan, vuelvan o retornen, porque el mundo es más chico que un ruedo de luna en el universo del sol.
Volviendo los ojos a nosotros mismos, el confort es muy dispar y anda disparatado. Está visto que el crecimiento económico nos separa como las geografías del viento. Unos se han crecido con la cultura del pelotazo, mientras otros se han quedado en pelotas, por necesidad. Cada día son más los que no tienen lecho, ni techo, ni viandas, ni ganas de ir a la escuela, ni seguros sociales, ni justicia porque no pueden poner fianza como pago de libertad, ni médico de cabecera capaz de consolar al gentío con pastillas de esperanza para sobrevivir en este mundo de lagartos. “Yo también soy Bea” –dice media España mientras la otra media saca sus pechos al sol.
Lo que nos hace falta es que saquemos el corazón al aire y que, en todas las atmósferas, funcionen los servicios para todos, los equipamientos e infraestructuras. Se precisan políticas de reparto justo, más diálogo y menos confrontación partidista, más sensibilidad social y menos demagogia. Primero son mis dientes que mis parientes. El egoísmo ha tomado por bandera el orgullo y lo de dar el brazo a torcer cuesta un riñón. Hasta un vaso de agua se niega a una rosa. Que se lo digan a esos campos que arden de sed mientras sus ciudadanos no se ponen de acuerdo en los trasvases fluviales. En la memoria del cielo quedan los dolores de estos campos desérticos, sin que nadie pueda ponerle un manantial de poesía que le embellezca.
Eso de atentar contra toda vida humana es muy propio del momento actual. Ya lo advirtió Gerardo Diego, que tampoco nadie se detiene a oír la eterna estrofa del agua, donde los enamorados sembraban palabras de amor, palabras. Insensibles, nos estamos cargando la belleza existencial, los bailes de los árboles, las músicas de los distintos reinos, no tan distantes en la brisa enredada, y que son toda una manifestación semántica de las ideas. Cuántas alas perdidas en conversaciones inútiles. No tenemos remedio en este fluir de verbos vacíos, de nombres poblados de soledades, de adjetivos que matan en vez de rescatar.
Por no existir ya no existen ni las flechas del amor. La Asociación de Víctimas del Aborto no da abasto, reclaman socios dispuestos a dar un poco de ternura a esas jóvenes desconsoladas que se encuentran perdidas. No hace falta nada más que un poco de comprensión. Cuando habla el lenguaje del corazón, sólo se necesita sensibilidad para entender y conversar. Menos mal que todavía hay poetas como Enrique Seijas para recordarnos que el amor existe, nos sublima (“Sublimación” es el título del libro), nos hace sentirnos vivos. Seguramente nos viene de perlas meditar estos latidos. El amor que es amor, jamás nos desorienta. Pruébelo. Servidor, con la clemencia del autor, les deja esta receta salvavidas: “El amor me mostró otros caminos, / otra vida: / el cielo abierto, el aire, la luz… / ¡Y empecé a reencontrarme!” Buen pulso el del verso, para orientarse debidamente a sí mismo y ser más sensibles a toda corriente; aunque algunos, a mi parecer más inhumanos que humanos, besen con labios de mármol.
Víctor Corcoba Herrero /Escritor
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