Aunque la palabra modernidad, repetida por los áulicos para definir las gestiones de Leonel Fernández, chirría a mis oídos desde hace tiempo, todavía no logro entender qué cosa ella designa en el contexto dominicano. Mas no me culpo de falta de entendimiento, de premeditada tozudez. Y no lo hago porque tengo la sospecha de que los neocortesanos son los primeros en no entender de qué cosa hablan. O de tropezar, y no ruborizarse, con su propia y supina ignorancia.
Hagamos una incursión nada pretenciosa en la sociogénesis del término (vade retro Unidad de Análisis). Digamos que el concepto modernidad describe el paso del feudalismo al capitalismo, hace ya cinco siglos, que produjo un viraje copernicano en la política, la economía, la sociedad y la cultura. Fue, al decir de entendidos, la rebelión del hombre (¿y la mujer?) ilustrado contra la tradición, incluida la religiosa. Una rebelión que entronizó el progreso, hijo de la razón, como proceso siempre inacabado, y lo convirtió en teleología; es decir, en causa final de la sociedad.
Modernidad fue también, en el pasado siglo XX, el nombre de esa etapa del capitalismo en expansión donde la técnica y la ciencia se convierten en referencias incontestables, pasando a formar parte de las llamadas “grandes narrativas”, junto a ideologías finalistas como el comunismo. Paradójicamente, es en su decurso cuando el Estado-nación, conquista de la primera modernidad, comienza a disolverse bajo los embates de la transnacionalización del capital y la cultura de los centros hegemónicos del poder mundial.
Desaparecidas las “grandes narrativas” históricas, el mundo occidental ya no es moderno, sino posmoderno. Y nada hay de más urticante para la conciencia desencantada de la posmodernidad que los mitos. Verbigracia, la personalidad carismática como eje de la historia.
Y porque esto es así, es por lo que temo que los cortesanos del presidente Fernández ni se enteren de que son, simple y llanamente, premodernos: promueven la promesa de la salvación a través de la “visión” del Presidente, como si fuera ella la única lógica en el escenario de la cultura política y social dominicana de esta primera década del siglo XXI.
En su afán desmedido de agradar, los cortesanos no paran mientes en los efectos de sus actuaciones, uno de los cuales es la reproducción de los vicios sociales que la modernidad, la verdadera, relegó al basurero de la Historia. Ignoran que en la sociedad dominicana concurren lógicas variadas y disímiles, proveyendo de sentido todo lo que acontece.
Tras observar la conducta de los áulicos podríamos concluir en que representan lo peor de la cultura autoritaria dominicana, la más abyecta sumisión al poder, esa que pare políticos dispuestos a pensar el país en nuestro lugar, sustituyendo la deliberación ciudadana por la voluntad del “líder”.
¿Modernos? No, cretinos deslumbrados por la apariencia de las cosas, incapaces de pensar su esencia. Tan incapaces que escogieron la Feria Ganadera para montar el espectáculo sobre los diez años de “modernidad” que nos ha regalado el padre benefactor Leonel Fernández, sin reparar en la carga simbólica del lugar.
Porque, la verdad, hay que ser reses para dejarse conducir bovinamente a pastar en la escenografía hollywoodense de la feria conmemorativa, para no percatarse de los hiatos de la memoria hoy gobernante. Para no saber, en definitiva, que el gobierno no tiene respuesta lógica a problemas tan cruciales para la modernidad como la ciudadanización de las personas, por sólo citar un dato relevante.
Entre todas las posibles preguntas, dictadas por la conciencia social, hay una que escuece más que otras la simple condición ciudadana: ¿Quién pagará el dinero invertido en la malhadada feria conmemorativa de la “visión” del nuevo Mesías? ¿Cuánto se ha gastado? Si recurrimos a la Ley de Libre Acceso a la Información, ¿alguien nos dará una respuesta satisfactoria? ¿O hasta ahí no llega nuestra “modernidad?