Son éstos tiempos de cambios sociales profundos. La internacionalización de la cultura, impulsada por el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, contribuye de manera acelerada a nuevas formas de interpretar y de actuar la vida. En este intercambio, empero, el Primer Mundo sigue dominando. El peso de su influencia se comprueba en la aceptación casi universal de las presumidas y modélicas bondades de sus estilos de vida y productos culturales. Hecho no fortuito por una razón tan simple como su enunciación: el conocimiento es poder. Y el Primer Mundo concentra el conocimiento y la técnica.
Pese a ello, y durante las últimas dos décadas, las oleadas migratorias del Sur empobrecido hacia los países económicamente desarrollados han comenzado a corroer los cimientos de una supremacía que hasta muy recientemente parecía inconmovible. Citemos un primer efecto no desdeñable: la multiracialidad de las grandes ciudades del mundo que obliga, cuando menos, al reconocimiento de la existencia material del otro, del desemejante. Reconocimiento recíproco porque también el “extranjero” mira al que lo mira, y algo cambia en ambos durante este cruce de miradas.
De esta internacionalización de la cultura, todavía de flujos dispares, han surgido movimientos que, en un lado y otro, comparten objetivos. El movimiento que propugna una globalización económica justa es producto de este encuentro que la información y la comunicación hacen posible. Los intercambios intercontinentales entre organizaciones que representan intereses de nuevos sujetos sociales (las mujeres, los homosexuales, los ecologistas, etc.) son trazos fuertes en el fresco cultural, político y ético del siglo XXI.
Mas no es este el único –y todavía tampoco el más relevante—resultado de la internacionalización cultural. En las sociedades tercermundistas, y específicamente en las occidentales, se desarrolla la imitación patética de lo más kitsch de lo recibido. Cada clase social, a su medida y manera, asume como credo el subproducto de su apetencia. La idea del éxito como meta, la febricitante pasión por las marcas, el uso del tiempo libre como tiempo de consumo, por ejemplo, resumen la apropiación poco feliz de lo más publicitado del modelo cultural primermundista.
En la República Dominicana, este comportamiento enajenado tiene como más notorio reproductor y difusor al propio gobierno y su Presidente. Deslumbrados por el oropel de los centros mundiales hegemónicos, asumen el espectáculo como principio y proyecto. Nada más demostrativo –e insoportablemente cursi—que la pretensión de convertir el Palacio Nacional en la Casa Blanca, con sus árboles navideños monumentales, la foto primorosa de familia, los conciertos de cámara y la debilidad por los fuegos de artificio. Y este es solo un ejemplo entre muchos.
Pero donde mejor se expresa la alienación cultural de nuestros gobernantes es, precisamente, en la idea de modernidad (¿o modernismo?) que han entronizado como ideología de la gestión de Leonel Fernández. Atragantados ellos, se esfuerzan en atragantar al resto de los dominicanos y dominicanas con sus deslumbramientos acríticos del progreso en los países ricos. Por eso a diario salen a escena los mimos, deseosos de que su espectacularidad gestual les abra las puertas al Primer Mundo.
(El título del artículo es la frase final de un párrafo en el libro Aires de familia, de Carlos Monsiváis)