Cuando pienso en la fama que buscan (y rebuscan) desesperadamente algunos tipos hambrientos de poder, glotones de la fortuna, para nada los envidio; pero cuando tengo noticia de asociaciones o fundaciones que desarrollan movimientos educativos culturales a favor de la vida, de la solidaridad y el diálogo entre los pueblos y los hombres, buscando la verdad y la justicia universal, como es allende los mares la Biblioteca Popular Madre Teresa, de Virrey del Pino, La Matanza (Argentina), entonces medito sobre la grandeza de estas vidas ejemplares que hay detrás y siento verdadero anhelo de elevarlos a la gloria, de conocerlos y reconocerme con ellos. Conquistar este honor de dar y hacer el bien, es un hermoso lustre de fragancias que no caben en un aplauso. Lo es todo en un trozo de nada que es el éxito. Qué gran sabiduría, la de saber estar y ser en un camino sin retorno.
Precisamente, en este torno que es la vida, cada cual toma su paso y busca su gloria. Lo malo es cuando se vician los andares y se envician los honores. Por desgracia, en busca de la pública voz y de la fama, no importa que sea buena o mala, pero que sea predicada por los medios de masas, hay personas que a diario, por una migajas de euros y un postín de apariencias, se dejan comprar hasta sus propias entretelas. Viven de lo que venden. Lo tienen todo rebajado. Su vida, la de su gente. Todo cedido, enajenado y maltrecho. Total, por un puñado de calderilla, en comparación con lo que vale una existencia en estado auténtico y libre. Esto no tiene precio. Ni fama que lo pague.
En una cultura del famoseo popular, reinado del momento presente, donde la divisa de la notoriedad vulgar y oscura, mueve lunas, sólo cabe plantarle cara con el desprecio de la indiferencia. Y, luego, esperar a que luzca el sol para que nos alumbre. A veces andamos demasiado ciegos. Cuando se ponen en un pedestal modelos que carecen de verdad, que lo único que han hecho en su vida es tomar el amor de los lobos para desgarrar conciencias, hay que hacer una cura de discernimiento, para no confundir los verdaderos valores con los falsos ángeles, y los demonios con los dioses. Ya se sabe, que tras los laureles, como se conciben hoy, suele esconderse algo de miopía y bastante de interés por parte de los admiradores.
En cualquier caso, vagando con las ideas por el Parnaso, advertí que el trampolín de la fama ha sido sometido, desde la eternidad, a la prueba de los poetas. Al fin y al cabo, ¿quién soy, sino un poema al que le halaga que le reciten sin cesar? Por eso es tan importante que de vez en cuando bajemos al corazón y escuchemos su voz. Es una buena terapia. A veces estamos tan envueltos en la fama, que nos cuesta desenvolver al niño que todos llevamos dentro, con un corazón ardiente y una generosidad grande. Desde luego, no hay que perder de vista lo de hacerse pequeño, aunque nos abrace el éxito, para alcanzar el verdadero renombre y no morir desesperado en el intento o en una aureola que tampoco nos pertenece. Considero, pues, de suma importancia volver a renombrar las tablas del universo, aquellas que son verbo y vida, para no confundirse de nota a la hora de prestigiar unos viajeros y desprestigiar a otros. Al final, todos somos ese camino y esas sombras, ese verso y esa poesía interminable.
Para ese viaje en concordia, porque no se admite la discordia, tampoco se necesita la fama, porque nadie puede opinar por ti delante de soledad. Nadie puede hablar por ti, porque cada alma tiene su lenguaje. Tampoco nadie puede aplaudir por ti delante del silencio. La huida de este mundo de famosillos no admite representantes. Con razón se dice, que sólo la muerte abre la puerta de la fama, santa o endemoniada, al cerrar tras de sí el ventanal de la envidia. Por celos dicen ahora que mataron a Federico los famosillos de entonces. El rencor, la rivalidad, tan propiciada hoy en día para ganar el estatus de la fama, genera violencia callejera, alienta crímenes a todo tren, mientras la humanidad pierde otros trenes, más gozosos, porque sus raíles son más comedidos. Se apuntalan con la ternura y la amabilidad, apoyándose sobre el respeto al camino y a los caminantes.
Estoy perplejo de lo que veo. La fama podrá ser efímera, revertir en sudor y lágrimas, pero las gentes se alistan voluntariamente a los batallones de castings televisivos, verdaderamente hambrientos de popularidad, aún a sabiendas de que la pantalla tritura y quema. Las ansias de triunfos, llevadas al extremo de la locura, nos pierden y nos pervierten, nos pueden y también nos dominan. Qué locura el triste mundo de los que juegan a la notoriedad, sin importarles un pimiento que les ensordezcan a gritos, o que el látigo de las palabras apunte a lo más íntimo de la persona. Esto no es para tomárselo con humor, y menos a broma, por muy cementado que tengamos el pavimento interior del alma.
En todo caso, la bandera de la fama tiene también sus franjas agridulces, su gloria y su necedad, su alfa y omega como todo en esta vida. Lo dulce de la fama es cuando se lleva a buen término y su candelero sirve para iluminarnos a todos. El mundo católico, por ejemplo, sabe que no se puede iniciar una causa de beatificación y canonización si no se ha comprobado la fama de santidad, aunque se trate de personas que hayan sido distinguidas por su coherencia evangélica y por particulares méritos eclesiales y sociales. Sin embargo, lo agrio del laurel, llega cuando se toma un estilo de vida a base de poder y fama, como aparejos instrumentos para sí, con la consabida codicia, orgullo y vanidad.
La sabia lección de que más vale que pregunten el motivo por el que no se tiene un podio, a que pregunten cuáles han sido los méritos, nos puede servir como reflexión. Sobre todo para esos famosillos de tres al cuarto, conocidos por sus lenguas deslenguadas/deshermanadas, a los que les afana y desvela encontrarse con la fama para vivir de las habladurías, a base de retazos de sus vidas y la de otros. O sea, del cuento; aunque las “alcachofas” le cimbreen la dignidad y la de los suyos.
Víctor Corcoba Herrero /Escritor
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