Una de las expresiones que más nos han impresionado en los últimos tiempos, es la de cultura de la mendicidad, referida al problema social de la mendicidad, en todas sus formas y modalidades. Es de toda evidencia que la grave cuestión de la mendicidad, se ha convertido en una patología característica de la ciudad de Santo Domingo.
También es de toda evidencia que, hasta el presente, ninguna autoridad pública ha resuelto nada perdurable en esta delicada materia, en la cual está demostrado que no alcanza con las buenas intenciones.
Ya se trate de menores, adolescentes o aún mayores, lo cierto es que resulta impensable cruzar un semáforo que no sea utilizado para mendigar bajo los más variados pretextos y con simpatía, modales y agresividad también variables.
Resulta ocioso tener que explicar los contratiempos para el tránsito que se derivan de esas permanentes interferencias de supuestos limpia vidrios, madres (muchas de estas haitianas) con sus niños, menores o aprendices de malabaristas y que han convertido a los semáforos capitalinos en auténticos fastidios para fluida y sobre todo tranquila circulación de conductores y vehículos.
Y esto es sólo una muestra. Porque también la proliferación de improvisados "parqueadores" cuando se va a cualquier lugar, sin preparación para la adecuada protección de la propiedad privada, sin instrucción ni control alguno de las autoridades municipales, y los cientos de hurgadores o recolectores de basura que recorren la ciudad, todo lo cual seguramente tiene en su base un problema de desempleo, es una demostración de lo que se ha dado en llamar la cultura de la mendicidad que va impregnando nuestra sociedad.
Y la reacción, que busque y encuentre solución masiva y permanente a estos problemas sociales, tarda en llegar. No porque el país carezca de experiencia en estas materias.
Y no es que se desconozca o ignore lo que hacen o tratan de hacer varias organizaciones no gubernamentales,- en no pocas ocasiones con loable esfuerzo y admirable vocación. Pero ello nunca parece ser suficiente para paliar las crecientes necesidades.
Estas son siempre desbordadas por las dificultades y falta de recursos.
Lo peor de todo es que desde los organismos del Estado, que podrían intervenir, no surgen señales de preocupación y reacción frente a esta grave situación. Se han realizado convocatorias a los múltiples actores en este campo y se han fijado prioridades.
Los intentos que se han hechos han sido fallidos, para muestra recordemos el programa que a principios de este año intentó implementar la Procuraduría General de la República para recoger a los menores que de deambulan por las calles. Se ejecutaron acciones, pero fueron temporales, y el programa fue archivado.
El Despacho de la Primera Dama y Conani desarrollan planes parciales para combatir este problema, pero por las limitaciones de los recursos, las actuaciones se reducen a esferas muy específicas.
La sociedad aguarda desde hace ya demasiado tiempo una reacción inteligente, eficiente y solidaria del Estado. Es oportuno aclarar que el problema no surgió en este Gobierno.
Mientras las soluciones sociales llegan, por favor, no nos resignemos a acostumbrarnos a esa cultura de la mendicidad, como si se tratara de algo irreversible e inevitable. Sigamos recordando, exigiendo y reclamando.