Los habitantes de Puello desarrollan la solidaridad. De las lomas altas bajan en sus mulos y caballos a llevar de lo poco que tienen para aportar en la vela o en el acto de la comunidad. Hasta un galón de agua consideran un aporte a la fiesta de los nueve días de los muertos.
Las viejitas, con sus pañuelos morados y blancos en la cabeza, una herencia ancestral para cubrir del polvo de los caminos, prestan sus brazos para los oficios: unas cocinan, otras se encargan de servir, mientras los hombres, a un lado, disfrutan de una mano de dominó en una tradición machista muy acentuada en los hombres del sur.
No observé, en Puello, aquello que dicen de los sureños, que son huraños y retraídos; por el contrario, ofrecen el abrazo cordial al visitante, sin importar el color de su piel y su acento lejano.
El fin de semana fui convocado a esa sección, ubicada a 15 kilómetros del municipio Comendador, cabecera de la provincia Elías Piña. La razón: domingo, un emigrante del lugar, realizó el segundo año de la actividad “Honrando a Papá y Mamá”, con la que pretende reconocer las familias pobres de esta tierra, colindante con las lomas haitianas y con lazos de hermandad profundo con esos extranjeros.
Este año la familia Minaya, organizadora de la actividad, decidió extender los reconocimientos más allá de la comunidad, y valoró el esfuerzo de la Fundación contra el Hambre, que ha construido letrinas e iglesias en el lugar; y del profesor Minaya, declarado Padre de la Educación de Puello por sus más de 50 años de enseñanza en el lugar.
Con los campesinos del lugar he aprendido que la solidaridad no es una pieza de museo arrumbada en un lugar; es más que eso. Y que se lleva más allá de un mensaje de aliento dirigido por Internet o a través de la llamada telefónica. Con las vicisitudes de la dura vida del sur, la solidaridad se ejerce sin reparo en cada campesino, sin la supervisión del otro y con el corazón voluntario de hacer las cosas.
Desde temprano el sábado, los miembros de la comunidad cargaron lo que podían, así aparecieron sillas, hojas secas, leña, carne, víveres, agua; en fin, la solidaridad armó el acto.
Al final, nadie de renombre se apareció por el lugar. Pero esa no era la idea, el gesto de los Minaya reconoció, de corazón, a los hombres y mujeres de una comunidad pobre donde un lápiz boto es un tesoro y un juguete roto es una maravilla para los niños.
No me arrepiento de consumir mi fin de semana libre para conocer más de cerca la realidad de los campesinos del sur y aprender de ellos una solidaridad de verdad, no pregonada.