Ella tiene la piel como la noche y se transforma al trasluz de la ventana. Mira, serena, disputando un espacio a la oscuridad en el reposo de la intimidad recientemente disfrutada.
Apareció en la viveza de un arte, en la celebración del otoño, por las vetustas calles de esa ciudad a la que llegó sin ser de allí; se fijó en él y lo otro se escribió más adelante.
Esa chica adula el mar lo mismo que la fatiga de las canciones jadeantes en el insomnio del sexo. Por eso se paró en la ventana, en búsqueda de aquel animal riesgoso “que se traga a la gente como si fuera nada”, como expresaba enfáticamente.
Comparaba el mar a las personas. “Por arriba lo ves sereno, pero cuando te metes en su interior te das cuenta de lo complicado de sus corrientes, lo peligroso que es el agua”, decía, en una fuerte coincidencia con Leon Tolstoi, el autor ruso que expuso en uno de sus libros que al entrar demasiado en el fondo de las almas se corre el riesgo de descubrir cosas que después le pesa a uno saber.
Ese mar que tenía frente a ella lo veneraba, pues nació en un pueblo donde el abrazo azulejo de las aguas rodea la vida del nordeste dominicano. Por eso la distrajo, con su capricho, para reiniciar el segundo acto sexual.
Con ella, su amante gasta las energías necesarias para ser feliz.