Con un discurso que, al menos en su parte teórica, gira en torno a la modernización y el progreso resulta irónico y de mal gusto que se relacione al presidente Leonel Fernández con maniobras del pasado, no precisamente como experiencia histórica, sino para presentarlo como mesías y redentor del horroroso drama que vive la nación. Aunque la ridícula estrategia que estos días ha redimido el secretario de Finanzas se remonta a Maquiavelo, para el dominicano la farsa de relacionar las cosas buenas con el Presidente y las malas con los funcionarios data de los peores momentos en el poder del doctor Joaquín Balaguer.
Estos días, como si estuviera ante un pueblo que a fuerza de frustraciones e impotencia ha perdido la capacidad de discernir, el licenciado Vicente Bengoa anunció que por decisión del presidente Fernández se había eliminado de la reforma fiscal el gravamen al azúcar, café, cacao y otros productos para no afectar a los más necesitados; o sea, que de no ser por el buen corazón del mandatario la reforma reventaría a todo el mundo. En este caso, el gobernante actúa como el bueno y sensible, y los funcionarios como los malos.
Al estilo Balaguer, un gobernante que postró la educación y castró el desarrollo, pero a quien la clase política antes que sepultar definitivamente lo revive a cada momento a través de sus acciones y estrategia. Ante una sociedad que ha convertido el oportunismo, el transfuguismo, la trepaduría y la búsqueda en filosofía de vida, a contrapelo de valores y principios, el modelo balaguerista contrasta con el racionalismo y la eficiencia que supone la modernización que preconiza Fernández.
Balaguer, el mismo que en su juventud deploraba la falta de dignidad ciudadana, censuraba el parasitismo y la corrupción en la administración pública, reprodujo esas lacras con tanta eficacia que amplios sectores lo exoneraban de culpabilidad frente los grandes males. Ni siquiera tenía que ver con la corrupción, como si él no fuera el jefe, sino un subalterno en la administración pública.
Antes que la educación, que en estos tiempos registra los índices más calamitosos, y como prueba están los estudios sobre rendimiento y capacidad competitiva, Balaguer optó por modelos faraónicos para rendir culto a su personalidad y perpetuarse como el gobernante que hizo, aunque fuera lo que no se tenía que hacer.
El país ha debido estar con las manos en la cabeza después de quedar en último lugar entre 115 países que participaron en una evaluación del Foro Económico Mundial sobre capacidad competitiva en cuanto a calidad de la escuela pública. Pero hoy, cuando se predica un Estado moderno y una revolución democrática, todavía se personalizan las decisiones y se fomenta un peligroso culto, postergándose realidades tan dramáticas y calamitosas como las que afronta el sistema educativo.
Por eso todavía a estas alturas un funcionario como el secretario de Finanzas se permite la burla de atribuir las buenas decisiones al Presidente y las malas a sus colaboradores. Pero eso de redimir estrategias caducas, que han debido permanecer en el zafacón de la Historia sólo confirma que el pasado está presente.