De un tiempo a esta parte, todo el vecindario, habla de los derechos humanos. Sin embargo, la experiencia diaria muestra la existencia de otra realidad: una dignidad que no es igual en todas las personas.
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA
Despreciar el valor del ser humano como se hace con los abortos, permitir sufrimientos humillantes, desatender y abandonar a gentes que precisan tutela, es como haber perdido la razón y optar por vivir en el más repudiado caos. No estaría mal que la humanidad replantease el valor de la persona humana e hiciese valer su dignidad en todas las culturas. Someter a increíbles bajezas criaturas humanas y a manipulaciones lo que es vida, es de una crueldad inenarrable.
Todas las afirmaciones, principios y derechos que se mencionan en foros o simposios, asambleas o juntas, congresos o reuniones, suelen hablar de dignidades. Es nuestro patrimonio, dice la Declaración universal de 1948. Sin embargo, una cosa es lo que se pregona y otra muy distinta lo que se vive. Los nuevos tiempos, contradicen el respeto a la dignidad de la persona como algo substancial que va con ella, puesto que vilipendian o descalifican a diestro y siniestro, con cierta alegría y sin conciencia alguna. Lo hacen con personas débiles, que no producen, o embriones que ya son vidas humanas. Olvidamos que la dignidad la merecemos todos, nacientes o por nacer, en la misma medida y en el mismo orden, que no es una concesión de los poderes públicos, sino algo que se nos ha donado de manera natural, por el hecho mismo de pertenecer a la especie humana.
Para empezar, pienso que sería saludable reconocer y tutelar, desde todos los poderes de los Estados o nacionalidades, el derecho a vivir frente a los altaneros desafíos de un contemporáneo contexto cultural que pretende borrar significados éticos que son de la propia vida y del propio ser humano. Con los actuales planes educativos poco se ayuda a la transmisión de estos valores antropológicos; puesto que toda dimensión espiritual y trascendente de la persona se considera una cuestión del pasado. Causa pavor que también la educación se desarrolle sólo en términos económicos-productivos y obvie todo pensamiento que nos lleve al mundo de las ideas, del arte y de las letras, de la belleza en definitiva. Así no se puede llegar a que tome vida el auténtico espíritu de respeto a la persona. Los derechos humanos son más de corazón que de llenársenos la boca de intenciones. Es público y notorio que los tiempos presentes siguen marcados por graves violaciones.
En nuestro planeta, cohabitan personas que no conocen la verdad sobre sí, que se les reemplaza como muñecos de feria, a los que no se les considera su identidad, ni sus dotes de creatividad y trabajo, actos que frustran las posibilidades que todos tenemos de realizarnos como individuos pensantes.
Cuántas veces el mundo de la realidad supera al de la ficción. Comprendo que no es fácil encarrilar este revoltijo perverso que ciega toda visión moral de la vida, pero hay que empezar a poner orden, claridad, método, concierto, disciplina, coherencia y organización, sino queremos caer en las garras del mundo salvaje.
La persona tiene el valor de la dignidad, lo máximo, y eso no se compra ni se vende, tampoco se bombardea con mete miedos.
En consecuencia, considero que hemos de promover un coherente empuje solidario que dignifique la vida humana, la de toda vida humana, con todo el temple que se quiera, pero con la entereza suficiente para poner encima de la mesa de los grandes salones aforados el proyecto existencial humano, poniendo en estima lo que es connatural con le especie, su dignidad; que hoy más bien huele a putrefacta. Para alcanzar esta finalidad se impone poner en valor a la verdadera familia, primera educadora en el desarrollo integral. El mundo no puede, ni debe, quedarse paralizado ante esta tormentosa desvergüenza que empequeñece al ser humano.
Esta generación parece que hemos tomado como nuestro, los record; sobretodo el de la contaminación, tanto semántica como atmosférica. Cuando se pierde la dignidad todo es una locura y hasta lo imposible se torna posible en un mundo sin alma.
Víctor Corcoba Herrero
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