Ya estamos en la misma cuesta de todos los años, refugiados en las rebajas y otra vez abiertos al consumo -¡qué caprichoso juego!- para matar esa angustia de vacío que respira nuestro costado. Hemos dejado de ser la raíz primera de todos los amores. La vida muere en desconsuelo, se le trata como una mercancía. En algunos países ofrecen bebés a la carta por unos cuántos dólares. Dicen que no dan abasto a saciar tantas peticiones y que la lista crece cada día. También aumentan los voluntarios a ser “cobayas” humanas para que experimenten con ellos. A trescientos euros por barba, aunque todo apunta que, de seguir tan crecida la oferta, seguirán bajando los precios.
Ya se sabe que no hay bajada sin subida, a cambio lo que sube es el diente por diente, los labios sombreados por el odio y el hacha en pie de guerra. ¡Qué viejos somos en esto de las contiendas! Convendría preguntarse: ¿Cuándo van a ser más importante los ojos humanos que los ojos del poder? Me asomo a las ventanas de la vida y no veo otra cosa que duelo y desengaños, eso es la pura verdad. A veces el dolor es tan alto que entran ganas de huir a otro mundo de tela blanca y costura de niño. La infancia, que tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; me gana el corazón que, al fin y al cabo, es por lo que yo me muevo para sobreponerme de las torres de espanto. El miedo es libre.
De lo que tengo miedo es del miedo envenenado, porque puede fomentar cambios desastrosos, actitudes que aniquilan. No en vano, el mundo del pensamiento y de las ideas, apenas cuentan en este luto diario y permanente en el que vamos pasando las hojas del calendario. La ignorancia es madre del miedo. Quién tuviera la mente clara y el corazón valiente para eliminar de golpe todas las guerras ¡Qué gran sueño para dejarse la vida en él! Seguimos tan bestias como antaño. Aún no hemos aprendido a renovarnos por dentro, para ser distintos. Somos viejos en el odio y requeteviejos en la venganza. Así no hay forma de que la paz se haga fuerte como lo es el pecho de un mozalbete.
La paz sigue siendo tan débil y frágil que, en bastantes ocasiones, se muere en el árbol de la vida sin que hallamos podido disfrutar de su fiesta de luces. Otras veces se incumplen compromisos, la tapadera del desprecio entra a saco por las gargantas humanas y, en antojadizo recreo, hace pedazos lo que fue voz y vida. De nada sirve ese continuo manifestarse por “la paz y el diálogo”, sino damos los pasos necesarios para que la reconciliación sea lenguaje; lengua común, cada cual consigo mismo, después con los demás. Todo ello, bajo un denominador común: mandar al paro a los que fabrican armas y alistar a verdaderos poetas, capaces de injertar versos para que en el instante preciso, los caminos de lo níveo nos fascinen.
Tal y como está el patio de lágrimas, pienso que sería bueno renovarse y llenarse de energías solidarias. Quizás nos venga bien a todos ser más desprendidos de todo interés personal. Que China, por ejemplo, afronte por primera vez el maltrato infantil es toda una actitud reparadora del bien común. O que Francia anuncie soluciones para los “sin techo”, es una medida tan avanzada como reconstituyente. Que el ser humano pueda sobreponerse a la adversidad y tener una vida mejor, es una cuestión de justicia. Al mundo de hoy, a esta sociedad de la que formamos parte, agobiada por el ritmo desenfrenado que vivimos, profundizar y entrar en sí mismo, serenarse y contemplar la arena y el aire sobre sí, disfrutar desde los ventanales del alma del paisaje de lunas y soles, creo que supone un estímulo en la conciencia, un recordatorio de que lo que más vale la pena siempre tiene lugar en el encuentro consigo mismo y en la comunicación entre personas.
Para empezar, el amor es ya un reencuentro de gozos. Hasta el punto que el mismo Nietzsche puso en infinitivo el verbo encontrar para hallarse con “la madurez del hombre, que es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”. De igual manera, el verbo comunicar, aparte de ser el más de los apetecibles derechos, como apuntó Cervantes, encierra una virtud: “el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos”. No decir más de lo que haga falta, a quien haga falta y cuando haga falta, ahorraría muchos quebraderos de cabeza.
Se ha dicho que el verdadero progreso consiste en renovarse. Da como vida. Se rejuvenece uno hasta por fuera. Apuesto, pues, por esta renovación o rehabilitación: mantener viva y despierta la conciencia moral. Será, sin duda, una acertada forma de contribuir a la construcción de espacios más justos y poderes más transparentes. No podemos acostumbrarnos o justificar maneras de corrupción personal o institucionalizada, que pasan por encima de la ley, porque algunos –los intocables poderosos- me dan la sensación que hasta se han creído aquello de que la ley son ellos mismos.
Tampoco es de recibo defender estilos de vida que muestran oídos sordos ante el compromiso social. Pensamos en los campos de la familia, de la educación, del trabajo, de la vivienda digna, de la relación con el mundo migratorio, de la ecología. Creo que es bueno reconocer que la semilla de muchas incoherencias sociales se encuentra en la pretensión de engañarnos a nosotros mismos; puesto que la amargura es más interior, fruto de haber perdido rumbos éticos que nos vienen donados por la ley natural o ley de vida; y, en ocasiones, hasta el propio corazón que lo hemos hipotecado por unas migajas de poder para saciar “el yo soy más que tú…y más que tú”.
Víctor Corcoba Herrero
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