La corrupción, con todo y que como una de las peores lacras que limita el desarrollo se ha hablado más en contra que a favor de la educación y la salud como motores del cambio social, parece desde el detonante bancario de 2003 haber ganado la batalla a la moral y los principios en la lucha colectiva. Tanto es lo que se ha cacareado que enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, dilapidación de recursos públicos y corruptela en términos generales han ocupado más espacios incluso que programas de transformaciones económicas y sociales.
¿Y qué ha pasado? Que el día que a un gobernante, en este caso el ex presidente Hipólito Mejía, se le ocurrió atacar un brote de esa pestilencia que emanaba del sector privado, su gabinete, partido y toda la sociedad se fragmentó por causa de la acción. A Hipólito, permisivo y que cometió muchos errores en el ejercicio del poder, se le sataniza por haber tenido el valor de cumplir la consigna más enarbolada por todos los partidos y sectores. Por miedo al valor que exhibió y no por errores fue víctima desde ese momento de un ataque feroz.
El sector empresarial, reflejado en el espejo del fraude bancario, sólo esperó un tiempo prudente para embestirlo so pretexto, porque no encontraba más argumento, de una nómina pública muy elevada. Jamás se había visto a ese sector tan políticamente activo, al extremo de maniobrar en la inestabilidad cambiaria y auspiciar la huelga promovida por grupos choferiles y populares contra la política económica del Gobierno.
Pero ni por asomo se hablaba del fraude bancario como detonante de la crisis, porque el objetivo era sacar del poder al irreverente gobernante que se había atrevido a enfrentar la corrupción de cuello blanco y enviar a la cárcel a figuras prominentes, sentando un precedente histórico. ¡Qué ironía! Hoy la nómina es más elevada, pero gente que lo sabe desde un principio vino a abrir la boca después de anunciarse una nueva reforma fiscal.
Todavía hasta las elecciones de 2002, como se evidencia en los resultados, Hipólito navegaba viento en popa, con sus mismas insolencias e imprudencias que, a quienes no divertían, tampoco parecían importarles. Sobre todo a una perfumada y oportunista clase media. Era el Hipólito de siempre, que hablaba hasta por los codos, aún cuando no tenía que hablar, y decir lo que no tenía que decir.
¿Qué pasó un año después con ese Hipólito, que de un personaje pintoresco se convirtió en oveja negra? Bastó develar el fraude y llevar a la cárcel a sus presuntos responsables para que les cayeran todos los demonios, derrumbándose la gran farsa. El golpe a la corrupción privada fue su desgracia y no su suerte. No era ésa la que ni siquiera los más prominentes moralistas querían ver condenada.
Al proceder contra poderosos y un sistema que prodigaba muchos beneficios a todos los niveles, Hipólito le quitó el velo a la sociedad, desnudándola; dejando ver la hipocresía, complicidades y falsedades que empresarios, políticos, intelectuales, izquierdistas, oportunistas y tránsfugas de toda laya supieron disfrazar durante mucho tiempo.
Los hechos están ahí, pero uno pregunta si se escribirá la historia o tendrá que venir un Vargas Llosa a novelarla.