Mila, una santiaguera que me ha sustituido a otra Mila, me recordó en estos días la importancia de la sencillez. Me dijo que sigue siendo la misma persona de Las Pajas, una comunidad rural de San Francisco de Macorís donde el pasto cubre las praderas sembradas de arroz.
Me dijo, y se lo creo rotundamente, que la sencillez es una virtud llevada día a día, sin pretensiones de ningún tipo.
Yo le contaba que todos los días recostaba mi cuerpo cansado en la puerta de mi prima Billi, en una casa humilde que se viene a pedazos, y le expresaba que comerse el concón en esa puerta, a la vista de todo el mundo, era más delicioso y placentero que hacerlo en un hotel cinco estrellas donde se viaja con los dignatarios.
Le decía a Mila, una mujer de corazón tan grande como la isla, que en esa puerta olvido mis poses en anillos presidenciales y desciendo de las alturas donde me gano dignamente el pago del colegio de Hanoi y el presupuesto acotejado para los libros.
Mila y yo abogamos por el retorno a la sencillez; ella desde el ese rincón cibaeño que hospeda sus energías positivas y quien escribe desde el más sano jardín de mis silencios.
No entiendo, y nunca lo entenderé, por qué desprenderse de las cosas sencillas que siempre han normado nuestras vidas.
¿Por qué tenemos que alejarnos de la casa materna, del campesino que nos brinda el café con tanta dulzura, de la vieja que nos recibe con cariño en el balcón de la tarde? ¿Por qué?
Abogo por el retorno a las cosas sencillas. Y para eso ya tengo el apoyo de Mila.