Al rendir cuentas ante la Asamblea Nacional, el presidente Leonel Fernández, con ese adorno que caracteriza sus intervenciones, refirió que una "revolución silenciosa, casi imperceptible, ha ido esparciéndose sobre las instituciones y forma de operar del Estado", destacando a ese respecto como punto luminoso la creación de la Comisión de ética y combate de la corrupción para promover un clima de transparencia en la administración pública.
Los hechos, sin embargo, han demostrado lo contrario, aunque el intrigante silencio de la opinión pública pueda interpretarse como un espaldarazo. El silencio, en ocasiones, suele ser más elocuente que la palabra.
De entrada, la realidad ha demostrado que esa comisión de ética, sacudida desde sus mismos inicios por un escándalo que provocó la salida de su coordinador, ha sido infuncional. Si se creó, como aparenta, fue para llenar requisitos, pero no para perseguir prácticas que riñen con la moral en el sector público. De no ser así, se habría al menos pronunciado en torno a bochornosos escándalos; sin embargo, no ha abierto la boca ni siquiera para guardar las apariencias.
Si en verdad fuera sincera la actitud del Gobierno contra la corrupción no sólo se hubiera abstenido de designar a personas acusadas de irregularidades, sino que tampoco las hubiera excluido de expedientes, como ocurrió con al menos cuatro de los procesados en el caso Peme. Esa señal no es de transparencia, aunque a la gente, por alguna razón, le haya dado lo mismo. Aún el proceso fuera político, como se ha alegado desde el Ministerio Público y otras instancias oficiales, más daño se les hace a los excluidos al coartarlos de poder probar su inocencia en los tribunales.
Si las deplorables exclusiones son mortales para el discurso contra la corrupción y la transparencia, del golpe de gracia se ocupó el propio presidente Fernández con la designación como secretario de Estado del licenciado Angel Lockward, un hombre que enfrenta un juicio por desfalco y que ya había sido sometido a los tribunales en otra ocasión.
Con la inacción ante escándalos que han sacudido estremecido la conciencia colectiva no podía esperarse más que ese mutis que hoy el presidente Fernández trueca como resultado de una revolución. Que la gente no se inmute e incluso que haya hasta silencio cómplice de entidades que dicen velar por la transparencia, la justicia y la decencia, no puede tomarse como signo de satisfacción, sino más bien de deterioro.
Lo más probable es que después de integrar el gabinete peledeísta se atribuya intereses políticos al sometimiento contra el señor Lockward y, por falta de interés, el expediente se caiga, con la seguridad de que no habrá reacciones. Ahora si son los expedientes de Pepe Goico, el Plan Renove o el abuso de poder contra César Sánchez los que caen el primero en ocuparse de incitar el levantamiento de su artillería de opinión pública es el propio Gobierno, que ya ha clasificado la corrupción en buena y mala.
La revolución silenciosa proclamada por el presidente Fernández para adecentar la administración pública y combatir la corrupción no es lo que se ve.