¿Qué es un semáforo? En cualquier parte del mundo, es un aparato colocado en las esquinas que sirve para controlar el transito vehicular y hasta peatonal.
En la República Dominicana, un semáforo es un aparato que ocasionalmente funciona, pero generalmente no sirve, porque nadie le presta atención. Un semáforo es un aparato peligroso que genera accidentes en vista de que sus luces nada les dicen a los ciudadanos. Después que las luces del aparato cambian de rojo a verde, hay que tener cuidado, porque nadie se detiene. Los agentes de tránsito están en las esquinas observando las violaciones a las leyes de tránsito. Durante las "horas pico", de mucho congestionamiento vehicular, los policías sustituyen a los semáforos creando entaponamientos espectaculares.
En República Dominicana un policía de tránsito es un individuo uniformado con arma para matar, palo para golpear y cultura feudal que no sabe qué hacer con el bajo salario que recibe.
En República Dominicana las señales de tránsito no las respeta nadie, ni siquiera quienes fueron elegidos para respetar y hacer respetar las leyes. Ellos son los primeros en violar las disposiciones de tránsito.
En República Dominicana, los ciudadanos de quinta categoría, los que no tenemos un cargo en el Gobierno, tenemos que esperar 5 y hasta 20 minutos para que pase, cuando no es el Presidente, el Vice, el jefe de la Policía, el secretario de las Fuerzas Armadas, un jefe de estado mayor, un ministro, un viceministro, un periodista vestido de bocina o cualquier otro pendejo con poder.
En República Dominicana los postes de luz sirven para adornar calles y carreteras. Están de lujo. No suelen tener energía.
Santo Domingo, cuna de la civilización americana, donde se instaló la primera universidad del Nuevo Mundo, es una ciudad asquerosa, llena de pordioseros, de proxenetas, maricones y prostitutas cargados de miseria humana, traficantes, asesinos y ladrones que actúan con sospechosa impunidad, dejando a su paso un charco de sangre y mucho miedo.
La "Ciudad Colonial", Patrimonio de la Humanidad, es un estercolero, un lugar deprimente, oscuro, anárquico, donde cualquier persona puede ser asaltada o violada, con bares y prostíbulos de mala muerte. Es tierra de nadie.
La Duarte no es una avenida ni una calle, es un enorme vertedero. La Duarte es una vergüenza para el Padre de la Patria. Y para los ciudadanos decentes que aún quedan en Santo Domingo. Una pena. Al igual que la Mella.
Ahora bien, que no se le ocurra a nadie caminar por la calle José Martí, el prócer cubano, precisamente paralela a la Duarte. Las vías que llevan el nombre de las figuras históricas más trascendentes de la República Dominicana y de Cuba, son las más estrechas, las más abandonadas, las más olvidadas, las más destruidas, las más feas. Es como una venganza por su labor libertaria. Es el pago a su heroísmo, a su entrega total a la justicia. ¿O es la ignorancia?
El malecón de Santo Domingo ahora es vía de camiones y patanas. Pasear por el malecón es un peligro por el flujo de vehículos pesados. Como todo el país, también está oscuro.
Los parques ya sólo sirven para el delito y la delincuencia. Los ciudadanos ya no visitan los parques. Es muy peligroso, al que no lo asaltan, lo matan, al que no lo violan, lo secuestran. Los enamorados no tienen espacio en Santo Domingo.
Los criminales y ladrones, con uniforme y sin uniforme, con cargo y sin cargo, se han apoderado de la ciudad. Salir es una aventura, un paso a lo desconocido, al misterio. La gente sale "a la suerte de Dios".
El que quiera luz, que compre planta o inversor. El que quiera seguridad, que contrate un guardia privado y se busque un perro; el que quiera agua potable que la compre. Mientras el resto del mundo marcha hacia lo colectivo, aquí, en este Macondo, vamos hacia lo individual, es decir, vamos hacía atrás. Pero bien atrás… Santo Domingo es el mejor ejemplo. Pero también puede serlo Santiago de los Caballeros, el primer Santiago de América, la ciudad corazón. La Romana con todo su poder y su turismo, también puede ser otro buen ejemplo. En fin, el país es un desastre. Y la culpa no es sólo del Gobierno. Nuestra también, porque lo hemos permitido.