En estos momentos en que el debate político tiende a definirse, me parece útil escribir algo sobre lo que, a mi juicio, es un líder, que para fines políticos no solamente es un conductor de multitudes, sino aquel que sabe hacia dónde las lleva, para bien o para mal.
En reciente conversación con mi colega y amigo Augusto Obando, hoy enfermo y retirado, ambos coincidimos en que un dirigente que no despierte pasiones no cae en la categoría de líder. Es decir, esa persona tiene que despertar amor y odio, gloria y repudio, aceptación y rechazo, admiración y envidia, pues de lo contrario se trata de una figura amorfa y sin carisma, insípida, que podrá reunir miles de personas en un encuentro político, pero que a la hora de la verdad no logrará la trascendencia necesaria para que los congregados se sacrifiquen a favor suyo.
El general Pedro Santana, el generalísimo y dictador Rafael Leonidas Trujillo, el también dictador Ulises Heureaux (Lilis), el doctor Joaquín Balaguer, el profesor Juan Bosch, el doctor José Francisco Peña Gómez y Francis Caamaño, para solo citar los más conocidos, fueron líderes, pues en su momento afrontaron el repudio pero también disfrutaron del amor apasionado de sus seguidores, capaces de dar la vida en su defensa. ¿Por qué ilustres ciudadanos, ejemplos de virtudes cívicas reconocidas a nivel nacional, no pueden considerarse líderes? Sencillamente, porque nunca despertaron pasiones que les permitiera ser amados y repudiados al mismo tiempo.
En nuestra historia aparecen numerosas figuras políticas que fueron líderes y otras que se creyeron tales, ambas claramente diferenciadas. Los primeros lucharon en defensa de firmes ideales o de sus propios intereses personales; los que se creyeron líderes confundieron el deseo con la realidad, pues apenas algunos trascendieron y su legado fue y es francamente lamentable.
En el plano político, para ser un líder no basta con tener experiencia de Estado por haber participado en la llamada “cosa pública”. No. Es necesario tener también una visión de futuro, un don que le permita anticiparse a los acontecimientos y crear las bases fundamentales del porvenir, sin detenerse ante nimiedades que, si bien son escollos, a la postre pueden ser también enfrentadas con buen éxito.
En una palabra, aunque sea horroroso decirlo, en un medio tan viciado como el nuestro, un líder también tiene que aprender a desayunar con un tiburón podrido sin eructar, como decía el difunto escritor dominicano R. A. Font Bernard. Pero además debe saber establecer la frágil línea entre lo conveniente y lo necesario, en el momento oportuno.
Un líder no debe ofenderse porque alguien le llame “encantador de serpientes” o “león afeitado”, expresiones que a menudo se utilizan peyorativamente, dando a entender que es un mago de la engañifa o alguien que se disfraza para dar un zarpazo. Un líder, precisamente, tiene que ser un encantador de serpientes, que tanto abundan en el zoológico político dominicano, para que no lo adormezcan o maten con su veneno; pero además necesita parecer como un león afeitado, para que los otros crean que ha perdido la fuerza, como Sansón, que la tenía en el pelo. Un líder tampoco puede subestimar a los pequeños adversarios, que a menudo se convierten en serios obstáculos. Por eso es mejor atraerlos, sumándolos, lo que confirma que el líder es el líder.
En base a esas descripciones, que pueden ser discutidas, sería útil que se haga una encuesta para determinar quién es, en estos momentos, el líder más importante entre los actuales dirigentes políticos dominicanos.
Chupe usted y déjeme el cabo.