El problema de las diferencias sociales se acrecienta y se agranda. Mientras una España nada en la abundancia, la otra se ahoga de deudas. Dejando a un lado el dicho de que no es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea, que también habría que tenerlo en cuenta, lo cierto es que si queremos abrir los ojos a nuestro alrededor, seguro que contemplaremos más de un panorama desolador, incluso no muy lejos de nuestra vecindad, puesto que cada día son más las familias que viven cargadas de préstamos y vacías de ahorros. El clamor de los marginados salta a la vista, te sorprenden en lugares de ocio y esparcimiento, ocupan las calles extendiendo la mano o se inventan cualquier cosa para llamar nuestra atención. Su pobreza suele ser forzada, o sea una consecuencia del sistema que no acierta, o no está próximo en sus servicios sociales, para atajar las mínimas necesidades vitales de estas gentes.
Es bueno recordar, por aquello de que cada administración aguante su palo, que a partir de los años ochenta, las competencias en materia de servicios sociales se han ido descentralizando a los Gobiernos Autonómicos y a los Ayuntamientos, precisamente pensando en una mayor proximidad a los ciudadanos con carencias. No obstante, el Gobierno actual del Estado, quizás haciendo uso de las competencias de regulación de los servicios sociales, nos ha regado los oídos de normas como nunca se ha hecho hasta ahora, aunque servidor piensa que son más ruido que nueces. No seamos hipócritas, yo sigo viendo, cuando no viviendo con el fantasma de la pobreza humana. A un lado y al otro engordan las bolsas de la marginalidad, los cadáveres de la pobreza social son tan reales que causan pavor en aquellos ciudadanos que todavía tienen sentimientos. Ahí están el aluvión de gentes que ha perdido la dignidad por un puñado de migajas, las personas que actúan sin libertad condicionadas por poderes corruptos, ya no digamos nada de la pobreza en cuanto a derechos básicos como pueden ser la educación, la salud o la vivienda.
Podemos tener las mejores leyes de igualdad entre mujeres y hombres, de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia, de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad, los más sesudos planes estratégicos de ciudadanía e integración, las medidas más exhaustivas de protección integral contra la violencia de género, y las políticas más conciliadoras de la vida familiar y laboral; pero, si luego no las podemos aplicar por falta de recursos presupuestarios o somos incapaces de hacer cumplir la normativa, de bien poco sirve tanto esfuerzo. Los derechos sociales hay que llevarlos más allá del espíritu legal, hay que hacerlos valer cueste lo que cueste, implicando a todas las administraciones y colectivos sociales. De lo contrario, nos ganará la batalla una sociedad estructurada injustamente, al capricho de los poderosos, por mucha predicación de tutela de las libertades y derechos que nos canten a los oídos.
No pocas personas en este país siguen condenadas a una miserable supervivencia, como son los pensionistas con rentas insuficientes, los temporeros, inmigrantes o gentes sin cualificar, que se ganan la vida con empleos en precario. Son los excluidos, con los que nadie quiere hablar, porque forman parte de esa otra España marginal, considerada por algunos como un desecho de esa otra España pomposa, bautizada despóticamente por los privilegiados como “la España impresentable”, para nombrar a un colectivo que no tiene salida en estas actuales estructuras y que no cuenta para nada en nuestra sociedad. A lo sumo en momentos electorales. Frente a esto, convendría preguntarse: ¿Qué hacen los servicios sociales –de las distintas administraciones- para paliar la cuestión de los derechos para todos? ¿Dónde está la ley para estas personas? Por si fuera poca la dificultad, algunos hombres y mujeres marginados, precisan aún más directamente de ese auxilio social, puesto que tienen taras psicológicas ingénitas o adquiridas, u otras adicciones que requieren de un apoyo mayor para recuperarse y dignificarse: alcohólicos, vagos, inadaptados, vagabundos, prostitutas, drogadictos, y un largo etcétera; seres humanos, en todo caso, a los que no podemos dejar abandonados en la farsante cuneta de la vanguardia y mucho menos a la deriva, sin brújula alguna que les oriente.
Me temo que los servicios sociales a los marginados llegan tarde, mal o nunca. En todo caso, pienso que habría que mejorarlos, puesto que esta sociedad del consumismo y el bienestar está creciendo por contrate y cada día son más las personas que pierden el tren del progreso. A su casa, los que aún conservan hogar porque el desarraigo está a la orden del día, aún no ha llegado el tan cacareado desarrollo. Tan evidente es el asunto, que en la Unión Europea se ha llegado a debatir públicamente si no estamos generando, de hecho, una especie de clase inferior. A pesar de los grandes cambios, las carencias humanas están lejos de haber desaparecido, por lo que un servicio social esporádico y de manera eventual o por una sola vez, tampoco es la solución que garantice nada. Es un trabajo diario, de servicio social cien por cien, hecho por todos y para todos; sólo así la igualdad podrá espigar, de manera que ningún ciudadano sea tan poderosamente aventajado que pueda comprar a un excluido. Y tampoco, que nadie sea tan indigentemente marginal, que piense en la necesidad de venderse para poder vivir.
Víctor Corcoba Herrero
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