Leo que el 98% de la población mundial afirma creer en una fuerza superior. Luego dice que el 50% la denomina Dios. Me imagino que la otra mitrad lo que hace es crear un Dios a su medida bajo los cimientos del dinero, el poder y la fama. Considero que si creer es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona humana; no creer en nada tiene que ser algo verdaderamente desolador, puesto que hay un deseo cultivado en el arte, literatura o ciencia de todos las épocas, innato en todas la generaciones, como si fuese algo inscrito en el corazón de todo ser humano. Al parecer, algunos investigadores escudriñan en el entramado celular del complejo cerebro sapiens y otros rastrean la elegante doble hélice del ADN. Desde luego, el espacio cultural en el que nos movemos actualmente, endiosado a lo superfluo y no a lo trascendente, ayuda bien poco a una reflexión personal consciente y en conciencia. Aún así, conviene preguntarse desde otros parámetros o mediciones menos doctas y más naturales: ¿Por qué tenemos fe y algunos, los mártires, la tienen hasta el extremo de dar su vida?
Está visto que los falsos dioses, que esta sociedad ha creado, generan crispación con sus malignos modos y modales. Tantos sueños de un futuro mejor se han venido abajo, a pesar de tanta ciencia y de tanto movimiento ilustrado, que el mundo en manos del experto de turno, considerado Dios para algunos, navega entre el desencanto y el temor a ser destruido por esos ilusorios creadores. Por mucho que las administraciones y organismos públicos diseñen complejos entramados tecnológicos como prevención ante posibles emergencias radiológicas y nucleares y, así, gestionar cualquier incidencia que se detecte en una instalación o con una fuente radiactiva, cuando se pierden los principios de la dignidad humana, el futuro es para temerle. La búsqueda individual y egoísta de poder, la presión de una cultura que huye de todo amarre espiritual, la fuerza de una ciencia que, en ocasiones, actúa sin corazón hacia el ser humano, oscurecen cualquier esperanza. No hay referencia al Creador, la ausencia de Dios no es lo fundamental para el goce material y cada máquina sea creyente o no, como diría un científico para referirse al cerebro, queda en el terreno de la indiferencia.
Cuidado con caer en la inercia de la desgana, dejadez o abandono. El amor, a quien muchas veces lo han pintado ciego, al final es fuente de inspiración y manantial de versos inolvidables porque el amante ve cosas que el despreocupado no percibe y por eso ama. Esto pasa con la difusión del subjetivismo tan enraizado en el momento presente, una especie de profesión de fe a los falsos dioses, que acaban creyéndoselo como si fuesen los altares del universo, el centro de todo, hasta de nuestras propias libertades. Esta exaltación del individuo tomado como creador y dueño de sí, cuando no dueño de nuestras propias vidas, hacen un mal tremendo a la humanidad entera, y es un verdadero escándalo a la sabiduría y a la razón de ser de la persona. En todo caso, frente a la tentación de una espiritualidad hecha a la propia medida e intimista, se ha de proponer la importancia de la creencia, desvestida por supuesto de toda religiosidad irracional y esotérica. Esta forma de pensar, queriéndolo probar todo científicamente, nos está llevando a que algunos hombres ocupen el lugar de Dios, olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre.
Algunos metafísicos han llegado a decir que Dios ha caído del cielo y que se está despertando en cada individuo para crearse a sí mismo a través de su propia criatura. De modo que tal vez haya que buscar a Dios en las acciones. Esta adhesión a un Dios que, carece de rostro o de características personales, hecha por tierra la revelación del Dios tripersonal, a cuya imagen, cada hombre está llamado a vivir en comunión. Por otra parte, se olvida que la fe en un Dios en tres personas es el fundamento de toda la fe cristiana, así como la constitución de una sociedad auténticamente humana. Quizás tendríamos que profundizar más en el concepto de persona, y en todos los campos de la vida, tal vez entonces comprenderíamos que la ciencia no lo es todo, que Dios permanece callado pero que todo habla de Dios.
En cualquier caso, si a Dios lo buscásemos en las acciones; Él mira las manos humildes, vacías y limpias, no las llenas de cosas, endiosadas y sucias. Santa Teresa pienso que dio en la clave: “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”. Puede que una buena medicina fuese salir a los encuentros todos de todos, no al encontronazo continuo, tomar al enemigo como amigo, siempre es necesario, pero sin pretender crear un cómplice para nuestro uso y disfrute, para a renglón seguido, jactarnos de ser los guías-dioses de una humanidad que se ajusta a nuestros esquemas. Cuando Dios creó el mundo vio que era bueno, ¿qué dirá ahora cuando ponemos a la misma altura los ídolos que el Hacedor del mundo? La ciencia, como las letras o el arte, que son un maravilloso fruto de la creatividad humana, es un potencial que va a depender de la humanidad que pongamos a la hora de su ejercicio, ya que pueden humanizar al ser humano o degradarlo. Si es fundamental percibir la diferencia entre cuestiones de convicción o realidades, los asuntos de ciencia no se han de quedar tampoco atrás a la hora de abrirse a los valores espirituales. Bajo el paraguas de la ética, si esto fuese el fundamento primero y primario, la sociedad tecnológica científica desecharía la cultura de la muerte y el uso de técnicas que no fuesen para fines pacíficos. Falta nos hace.