Profesionales de la sicología y el análisis del comportamiento humano aseguran que los padres tienden a ser generalmente los seres más admirados por sus hijos, no tanto por lo genético sino además por el ejemplo que de ellos toman y por la cotidianidad de su intercambio.
Conversaba en Miami hace ya unos cuantos años con un entonces y hoy otra vez funcionario del Gobierno, que para esos tiempos era mi amigo y con quien trabajaba muy de cerca, sobre las habilidades necesarias para conducir vehículos de motor, de las cuales él carecía (y creo que aún carece) y sobre las que me afirmaba no tener interés en poseer “porque siempre tendré chofer para mí y para mis hijos”.
Como reacción instantánea, muy espontáneamente le comenté que pese a ello, me sentía en ventaja “porque en algún momento serás ex funcionario y yo nunca seré ex periodista”. Así ha sido, aunque él ha vuelto a ser funcionario. En otro momento, de nuevo, seguro que volverá a ser ex.
Todo viene a cuento como preámbulo para un relato vinculante al ejercicio profesional, el amor paternal y la descendencia familiar. Veamos:
Profesionales de la sicología y el análisis del comportamiento humano aseguran que los padres tienden a ser generalmente los seres más admirados por sus hijos, no tanto por lo genético sino además por el ejemplo que de ellos toman y por la cotidianidad de su intercambio.
De ahí, probablemente, que haya surgido aquello de que los padres quieren lo mejor para sus hijos, base primogènita de los consejos y recomendaciones paternas, del “añoñamiento” para esos descendientes y de procurar compartir con ellos satisfacciones y sufrimientos.
Ya con cuatro varones en la prole, en 1986 –para esta misma fecha- tuve la fortuna de recibir en la familia a mi primera procreación femenina. Aquello fue para mí una victoria, razón por la que le dí ese nombre a la criatura, en clara evidencia de satisfacción, aunque otras hembras y varones llegados después completan y/o complementan el orgullo paterno por la procreación.
Cumplidos hoy 21 años de su nacimiento, congratulo a Victoria, mi hija mayor, y me congratulo yo, porque ella –casi terminando su formación universitaria en comunicación- se empecina en seguirme los pasos, aún con mis advertencias sobre la parte ingrata de este oficio, lo nada benéfico en que se torna económicamente cuando se ejerce por vocación y convicción, y ¡claro! con mi reiterada proclama de que “hay que tirar páginas a la izquierda” para no ser uno(a) más del montón, todo lo cual ya ha ido comprobando.
Aún así, es el periodismo tan atrayente y cautivador que tengo la seguridad y convicción de que no será la única en mi prole en abrazarlo.