A los noventa y un años concluyó recientemente la vida física de Doña Mercedes (Chechele) Pérez, madre ejemplar y maestra admirable.
Madre de Lulú, mi compañera de amor y lucha; tambien de Diana, Miguelina, Any y Gilda, integrantes todas de su hermosa e inteligente descendencia.
Madre de todos y todas los que logramos ser, en algún momento de la vida, parte de su familia. Porque ella, entre sus virtudes, tuvo siempre la capacidad de producir amor, sabiduría, solidaridad humana, el poder natural para conquistar cariño y ganar nuevos hijos e hijas al calor de espléndida humanidad y su profundo sentido de justicia.
La conocí en los días de libertades del gobierno del profesor Juan Bosch, algunas semanas después de haberme “metido en amores” (¡y que amores!) con la bella, altiva y valiente Lulú.
Entonces, Lourdes iniciaba sus estudios universitarios y residía en la casa de unos familiares, ubicada muy cerca de la UASD. “Te voy a presentar a mami” –me dijo- y así fue. La recuerdo con su linda cabellera blanca, llena de bondad y comprensión, pese a mi intento –ciertamente exitoso- de captar el amor de su primogénita.
Allí comenzó a forjarse una relación filial profundamente impactada por al comunidad de ideales de dos generaciones de luchadores (as) revolucionarios (as).
Recordé haberla visto en 1961 en la ciudad de Santiago, en la mismísima Plaza Valerio, en pleno mitin antitrujillista y antibalaguerista, cuando hizo uso de la palabra a nombre de la mujer y del magisterio cibaeño, que exigían el fin de la tiranía y de su nefasta herencia balaguerista.
Por Lourdes supe de su participación en la Juventud Democrática, vinculada al Partido Socialista Popular, en 1946. Entonces, con dos años de edad, la pequeña Lulú, cayó presa en los brazos de su joven madre que protestaba contra el tirano Trujillo.
Conocí de su militancia en Unión Cívica Nacional y la Agrupación Política 14 de Junio.
Me enteré del matrimonio de su hermana Gilda Pérez con Perícles Franco, uno de los fundadores del Partido Comunista, persona a la que yo admiraba desde muy pequeño y a quien conocí en Puerto Plata justo cuando se desató la persecución en su contra (mi tío Rafael Isa, mi tía Jeannette Goede, mi mamá y mi papá tenían fuertes lazos de amistad con su hermana Tatá, casada con el Doctor Simpson)
Desde entonces se produjo entre nosotros una gran empatía, una relación muy especial, familiar, humana, política. Conquisté otra madre, especialmente apoyadora de mis riegosas andanzas revolucionarias.
Conocí por su vía a Papán (don Froilán Pérez), su padre, figura íntegra y erudita; a sus hermanas, las cariñosas tías de las cabelleras blancas: Maruca, Gilda, Elisa, Dora… y escuché los episodios de dignidad librados por sus ancestros en la lucha restauradora y en el combate antitrujillista.
Y a lo largo de 44 años esa relación se fortaleció en la misma dimensión en que Lulú y yo nos fundimos en el amor y la lucha para nos separarnos jamás.
Doña Chechele siempre fue, en todas las circunstancias, profundamente generosa con nuestra accidentada pero feliz existencia. Su amor, su cariño, perforaba la persecución, la cárcel, el peligro de muerte, el exilio, las separaciones forzadas, la clandestinidad…para convertirse en manto protector de nuestra unión y de sus frutos, de nuestra lucha y sus riesgos, de nuestras penas y alegrías.
La madre luchadora nos acompañó permanentemente en la pelea por el bienestar de la familia, la libertad, el pan, la belleza y la alegría.
Le dio constantemente su inmenso amor a nuestros hijos: a Pavel, a Narci, a Ricardo; los alfabetizó, le trasmitió su sabiduría, su moral y su inmensa condición humana. Le enseñaba gramática, matemática, historia y ciencias naturales. Nos apoyaba humanamente y económicamente.
Nos escondía. Protegía nuestras armas y documentos. Colaboraba financieramente con nuestra organización revolucionaria. Distribuía su propaganda revolucionaria.
No son pocos los (as) camaradas del Partido Comunista Dominicano (PCD) que la recuerdan distribuyendo por la Zona Colonial y Ciudad Nueva, cada semana, el periódico “Hablan los Comunistas”.
Ella y Doña Altagracia del Orbe, la esposa del gran luchador obrero Justino José del Orbe, vendían más periódicos que todos (as) los jóvenes y participaban en todas las luchas y en todas las iniciativas políticas, llenas de valor y entusiasmo.
Pienso que la armonía entre Lourdes y yo le alimentaba el cariño hacia a mi, disfrutando siempre de nuestra felicidad familiar.
Nunca hubo el más mínimo choque, el menor desacuerdo. Vivía pendiente de mi batallar, seguía los artículos, los programas de radios y TV, estaba pendiente de nuestras vidas y la asumía con especial orgullo.
Entre nos, aquello de la tensión tradicional entre suegra y yerno nunca hizo asomo. Si algo siento es no haber podido hacerles más compañía y darle todavía mayor atención. Y creo que ese sentimiento es tambien compartido por todos sus hijos e hijas adoptivos, por sus alumnos (as), por sus familiares y amigos (as), porque además supo ser punto de encuentro de un auténtico despliegue de diversidad política y humana.
Por eso su marcha, su muerte biológica, no es capaz de ni borrar esos gratos recuerdos ni de apagar su amor, que se quedan con todos (as) nosotros (as), incluyendo ahora con su linda cadena de bisnietos(as).