Lo más probable es que el político inglés Winston Churchill no supiera dónde quedaba esta media isla adulona, aunque alguien podría argumentar que a él le daba lo mismo, y mucho menos le importaba que le pusieran su nombre a una de las más importantes avenidas de la ciudad de Santo Domingo. De todas formas nunca pudo imaginarse que a esa vía la llamarían “la chuchi”. Hay que admitir que para cualquier hispano-hablante, el pronunciar ese apellido correctamente no es fácil, ya que la “u” no suena como en castellano, al tener un porcentaje de la letra “e”, y ese sonido no tiene ningún equivalente en nuestra lengua. Empero, eso sucede en todos los países al tener que adoptar palabras foráneas. Sin ir más lejos, en la mismísima España los hinchas del fútbol dicen “orsa”, en lugar de “offside”; y aquí los niños conocen como “tain” o “tany” al vocablo “time”, que se emplea tanto en los deportes, para pedir una pausa en el juego, ya que ellos al no cerrar la boca cuando intentan pronunciar la “m”, se queda en la letra “n”.
De todas formas los dominicanos tenemos una marcada tenencia a cambiarle el nombre a las personas y a todas las cosas; en el primer caso podría tener su explicación por si acaso algún día tuviesen problemas con la policía, es decir, que ya nos condicionan a ser delincuentes, porque sin haber hecho nada malo ya estamos con suspicacias y nos están preparando. También se sabe de gente que pretende evitar los posibles maleficios de la brujería: por ejemplo, si la persona se llama Pedro, pero le apodan Papuchi, teóricamente al hacerle la brujería, recaería sobre Papuchi, quien es un personaje aparentemente ficticio; porque él realmente tiene como nombre Pedro. Pero esta no es más que una práctica inocente, para intentar engañar a los seres malignos, y se puede perfectamente deducir y dar por descontado, que si ellos tienen tanto poder como para hacer el mal, por lógica, tienen que “saber” que Papuchi en realidad es Pedro.
Se sabe que la denominación correcta de algo/alguien es el primer paso para su diferenciación y para establecer su identidad; por otro lado, el nombre funciona como un símbolo, porque puede estar en el lugar de la persona o cosa. Es decir, que cuando se menciona a Pedro, aunque él no esté en persona, el calificativo lo representa; lo mismo sucede con una bandera la cual sustituye a la patria.
Pero ¿cómo se justifica que la mayoría de nosotros diga “Valverde, Mao”?, ya que lo correcto sería Mao, Valverde, puesto que la población es Mao y la provincia es Valverde.
¿Por qué motivo pedimos un “medio pollo”, en lugar de decir “un café”?, cuando vamos a una cafetería. En la Universidad Autónoma de Santo Domingo, le han puesto a un edificio viejo la clave de Nueva Unidad, y nadie se sorprende por esa denominación tan descabellada. En este ejemplo hay una explicación, ya que todo sucedió porque el rector de turno quiso llamarle Ciencias Jurídicas a una edificación nueva, entonces, hizo una permutación de nombres, porque el viejo antes era Ciencias Jurídicas. Pero da la casualidad de que nuevo no significa viejo, y en una universidad debería de saberse eso.
Anteriormente el Padre de la Patria se llamaba: Ramón Matías Mella. Sin embargo, ahora se ha puesto de moda decir: Matías Ramón Mella, y al final uno se queda perplejo, y no sabe cuál era el nombre auténtico.
La práctica de los nombres extraños para nuestra cultura, ha complicado las cosas. Aquí todavía no se llega a los extremos que se manifiestan en el Ecuador, en Sudamérica, pero vamos por ese camino. Las telenovelas, tambien conocidas como “culebrones”, la misma historia, los acontecimientos noticiosos, las marcas registradas y todo lo que aparece escrito…, influyen en los apelativos de los recién nacidos, pero lo bueno es que después, cuando son muy raros, sus familiares y relacionados no saben ni pronunciarlos, ni mucho menos escribirlos correctamente. Naturalmente que esa tendencia propicia la aparición de apodos. Así tenemos que a Heidi, le dicen Jedi, a Wolfgang, lo llaman Kalí, a Madeinusa, se lo acortaron y la conocen como Made; a Jislaine, la apodaron Yili, y así por el estilo.
La simplificación muchas veces surge por la dificultad como ya vimos, y en parte se justifica con nombres como: Tiznaria, Braudelina, Casiomara, Jacalahuila, Sastokovitch, Heisbisnettyana, Clecensiotara, entre otros. Hay casos aún más desconcertantes como un hombre llamado Pamela, o bien, otro que se llama Yaquilandia; también están las mujeres que responden a los apelativos de Lesbia o Lesbiana, o los varones que tienen como nombre de pila Froilán, que suena parecido a “señorita” en alemán.
Por otro lado existe una tendencia muy arraigada y antigua, considerada como algo normal entre nosotros, que consiste en llamarle a la persona por su equivalente en inglés, así tenemos que Roberto se convierte e Robert, Francisco se transmuta en Frank, Juan es Johnny, y así por el estilo. Precisamente yo recuerdo el caso de un joven que conocí en un campo de Puerto Plata, que se llamaba “Juan Johnny”, y él desconocía que Johnny significaba Juanito.
Esta vieja moda de imitar los nombres del imperio del norte, llega más lejos aún, y la Policía Nacional no se queda atrás con su equipo de intervención rápida conocido como SWAT. Yo quisiera saber por curiosidad cuántos efectivos del cuerpo policial saben lo que esas siglas significan, y si saben escribirlas sin abreviarlas: Special Weapons And Tactics. También, ocurre lo mismo con las ambulancias que ponen Ambulance. En parte se podría comprender en los vehículos de la policía turística cuando dicen: Police.
Algo similar sucede con los autobuses de trasporte público importados de segunda mano, que son reciclados, pero no les quitan sus letreros originales en inglés, con lo cual cometen una ridiculez, tales como: SCHOOL BUS, o, YIELD RIGHT OF WAY, etcétera.
Otro problema diferente son aquellos padres más originales, e incluso excéntricos, que nombran a sus hijos con una especie de acrónimo, combinando sílabas de palabras disímiles, y en ese tenor tenemos a la chica llamada “Pridosa”, porque era la “primogénita”, y de ahí tomaron la sílaba “pri”, y nació en “domingo”, y por eso la sílaba “do”, aquí en “Santo Domingo”, de donde sacaron la sílaba “sa”; lo mismo sucedió con el joven Ravio, hijo de “Rafael” y “Violeta”; o con la hija de María y Joaquín, a quien bautizaron con el nombre be Marijoa.
Hay veces que la persona no puede remediar la combinación extraña, en especial en sus apellidos. Una vez yo sufrí una caída y tuve un desgarramiento en el codo, y cuando me llevaron a la clínica me remitieron, para sorpresa mía, a un traumatólogo muy conocido y competente a quien llamaban el “doctor librito”. Nunca me imaginé que sus verdaderos apellidos eran: Lee Brito, de padre chino y madre dominicana. O aquel compañero de estudios, en el mismo caso de apellidos curiosos que el médico, que se apellidaba: Marco Cuadrado.
Otro problema surge con las faltas ortográficas, al ir a declarar el nacimiento de un hijo ante un funcionario chapucero, descuidado y semianalfabeto quien testifica que el niño se llama Henrry, en vez de Henry; o la niña lleva por nombre Elisabet, en lugar de Elizabeth.
Existe una variante que consiste en las personas que “creen” que su nombre se escribe de una determinada manera, y luego cuando tienen que sacar su acta de nacimiento siendo adultos, se llevan la gran sorpresa cuando se percatan de que realmente su nombre de pila no era Ailsa, sino Airsa; o Paola, en lugar de Paula.
Hay dominicanos que se sienten con la libertad de cambiarle el nombre al otro, lo cual es una falta de respeto, y así Paulina se convierte en Paula, y Celeste en Celestina, siendo nombres diferentes. Lo que es peor aún, hay individuos que responden a cualquier nombre. Ustedes puede hacer la prueba en un autobús, y le pueden llamar Pedro, Juan o Yovany al cobrador, que comoquiera atiende, y en realidad, a él le da lo mismo con tal de que uno pague; y a algunos hasta les gusta que nadie sepa su verdadero nombre.
Hay apelativos que no son exclusivos de un género específico, en especial aquellos terminados en la consonante “s”, como por ejemplo: Dionis, Odalis, Oriolis, Yaneris…
Otro problema diferente y que puede producir una confusión involuntaria, – o voluntaria a veces – , son aquellos nombres de gente conocida, principalmente en los medios, como Zoila, o Myrna, o Freddy, que hasta que no se dice el apellido, no se sabe de quién se está hablando.
Con los nombres acaece algo muy curioso, y es que la gente tiende, aunque no se dé cuenta, a atribuirles determinadas cualidades a las personas que los llevan, incluyendo características físicas, aún sin conocerlas. Por ejemplo, si a uno le dicen que una mujer se llama Patricia, no piensa igual que si le informan que la conocen como Bartolina. No es lo mismo llamarse Diana, que Hermelinda. Cada nombre produce unas evocaciones diferentes. Lo mismo sucede con los hombres. Piensen en Jaime y en Arquíloco, por poner dos ejemplos.
Cuando los padres les ponen a sus hijos sus mismos nombres pueden provocar una crisis de identidad involuntaria en ellos, y el primer problema que se plantea es cómo diferenciarlos. De ahí surgen muchos apodos al llamar Tinita a la hija de Argentina, o Tomasito al vástago de Tomás.
En España a María Luisa la conocen como Marisa, pero aquí hemos sacado numerosas combinaciones: Marisa, Maritsa, Maritza…
En cuanto a los apelativos de las cosas, en el país al igual que en otros, empleamos eufemismos, porque cuando estamos en un lugar público y preguntamos por el baño, nadie está pensando en bañarse precisamente. Entonces por qué no decimos “evacuatorio”, o “mingitorio”. Yo pienso que mucha gente no entendería esa pregunta. Existe, de hecho, otro término más sutil como podría ser el de “excusado”. En ese mismo orden de ideas, hace ya un cierto tiempo se puso de moda decir “empleomanía”, por querer significar “plantilla” o “el personal”, o bien, “la nómina”. Sin embargo, empleomanía quiere decir: “afán con que se codicia un empleo público”, que no es lo mismo.
Los verbos que se inventan o que son adaptados en este país no se quedan atrás, como podrían ser: “letrinizar” (construir letrinas), “afueriar” (dejar afuera), “ninguniar” (menospreciar), “narigonear” (conducir o llevar a alguien a pesar de su voluntad), “mariconiar” (comportarse como gay), y así por el estilo.
Igualmente, están las “adaptaciones” del inglés norteamericano, que se han convertido en barbarismos imprecisos, como por ejemplo: “friquiao”, “juquiao”, “ta jevi”, “ta cul”, “janguiao”…, que para algunas personas, son verdaderas muletillas orales. Pero eso mismo hacen en la vecina isla de Puerto Rico, cuando dicen: “brown”, en vez de “marrón”.
Hay adjetivos con el mismo origen que tienen un amplio uso, y quizá uno de los preferidos sea “jevi”, (heavy), como ya se dijo; pero existe otro más popular aún, y es: “full”, (“lleno”, o, “completo”, en inglés). Aquí decimos: “plan ful”, “plan semi-ful”, “ful de tó”, “cama ful”, “un litro ful”, “ful color”, “’toi ful”, “coronel ful”, “seguro ful”, "planta eléctrica ful", "ascensor ful"…; en parte rivaliza con “powers”: “se compró un carro con “tó’ lo pauer”, en vez de decir “con todos los accesorios”. Por otro lado, al vehículo todoterreno aquí le llamamos “yipeta”, parodiando la antigua marca de “jeep”; de yipeta han sacado “yipetica”, para el modelo pequeño, y “yipetón”, para los de gran tamaño. Lo que conducen las yipetas son “yipetuses”, y cuando son funcionarios y adoptan una determinada actitud ante los demás, entonces, viven en la “yipetocracia”, con su "yipetomanía".
Para leer esto yo les recomiendo un buen “aire”, o un “aire acondicionado”, que equivale a un “acondicionador de aire”; y siguiendo con la tónica del surrealismo dominicano, que se tomen un rico “jugo de pera-piña”, preparado nada más y nada menos que a base de arroz, cáscara de piña, pero sin nada de pera.