El desarme de la población ha sido un reclamo insistente de parte de diversos sectores del país que ven cómo la sociedad se está cayendo a pedazos como consecuencia de los actos violentos.
Sólo hay que verificar las estadísticas para establecer parámetros sobre cómo andan las cosas. Los medios de comunicación nos traen a diario noticias sobre muertes violentas mediante el empleo de armas de fuego o arma blanca. A diario vemos reportes sobre muertes violentas de mujeres, hombres y niños.
Ciertamente, estamos frente a una situación muy preocupante. Las calles están llenas de armas. Civiles con armas de diversos calibres son los principales protagonistas de los hechos de violencia.
Las armas son exhibidas como maniquíes en las cinturas de personas que no se sabe si son o no militares o policías. Es común ver a un ciudadano desmontarse de un vehículo portando una pistola o un revólver en la cintura. Y si andan en jipetas u otros vehículos costosos, más pretensiosos y altaneros son.
Muchos militares y policías vestidos de civil frecuentan discotecas y colmadones portando armas. En pocas ocasiones las dejan en el vehículo porque el interés es provocar la admiración de los demás parroquianos y de paso sembrar cierta dosis de terror, para que nadie invente. Es un mecanismo que genera efectos inmediatos, pero también levanta el morbo de los delincuentes para un rápido desarme.
No han sido pocos los miembros de los cuerpos armados que han sido asesinados y despojados de sus armas de reglamento e incluso de sus vehículos y otras pertenencias. Esas armas andan en manos de peligrosos delincuentes. Por más que se les llama a la atención, los militares y policías fuera de servicio cometen los mismos errores: andan exhibiendo las armas sin necesidad. Los civiles, también.
De otro lado, tenemos el caso de miles de civiles armados, muchos con licencias y otros las portan de manera clandestina. En el país hay unas 188 mil armas de fuego legales, de las cuales sólo doce mil han renovado sus licencias, según ha dicho el Secretario de Interior y Policía, Franklin Almeyda.
Se ha denunciado en innúmeras ocasiones la introducción de armas de contrabando por la frontera. Esas armas están manos de civiles, en especial de delincuentes y narcotraficantes. Algunos policías (es lo que se ha denunciado públicamente) andan hasta con dos armas y hasta las prestan o las alquilan.
Lo más notables tal vez de estas cosas es que en muchos de los crímenes que ocurren en el país, entre ellos ajustes de cuentas y los pleitos entre bandas se emplean armas de dudosa procedencia. Es decir, son armas que no están registradas en los archivos policiales lo que imposibilita a las autoridades determinar quiénes son los propietarios. Por eso los exámenes de balística en determinados casos no se pueden realizar y mucho menos encontrar a los responsables de crímenes.
Por eso, el desarme no es una tarea fácil. Iniciar ese operativo implicaría hacerlo con discriminación pues existen ciudadanos que deben estar armados por las ocupaciones y las responsabilidades que deben asumir. Es el caso de los comerciantes, abogados, periodistas, propietarios de bancas de apuestas, bancas de cambio de dólares y otros valores, los transportistas de combustibles, etc.
Hablar de un desarme implica realizar un experticio profundo para determinar a quién van a desarmar. Por ejemplo, los partidos políticos, en el poder y en la oposición, siempre entregan armas a su militancia. ¿Quién se atreve a desarmarla? Además, no tiene sentido despojar a la población de sus armas que portan con permiso legal para dejarla a merced de los delincuentes. Si un ciudadano tiene una pistola o un revólver es porque teme ser asaltado o agredido por los delincuentes que operan sin control por las calles. O sencillamente porque la necesita para defender su vida y la de familia.
Lo pertinente (y en esto estoy de acuerdo con los sacerdotes que se han pronunciado sobre el tema) es ofrecerle al país un máximo de seguridad de que no van a ser asaltados en los parques públicos, en la calle, en los negocios, en los vehículos o en cualquier lugar donde se puede pasar un momento de asueto. Como bien señala el sacerdote Inocencio Sánchez de los Santos “Las personas deben defenderse”.
Pienso que el desarme debe comenzar por los delincuentes, luego que el Estado propicie las garantías de seguridad para todos, buscando las raíces que origina el miedo en la población y que la obligan a andar armada.
Es necesario reforzar los niveles de control en el porte y tenencia de arma de fuego, a fin de contribuir y evitar la ocurrencia de hechos de sangre. Según Franklin Almeyda, más de cuatro mil armas de fuego fueron incineradas recientemente. ¿Pero, y las que aún están en manos de civiles de manera ilegal, que van a hacer con ellas? Y los que tienen armas amparados en una licencia, ¿se las quitarán? Como verán, el asunto es complicado.
Comparto la idea de los diversos sectores que reclaman de las autoridades imponer el orden en el país. La modificación del Código Procesal Penal debe ser el primer paso. Muchos delincuentes andan sueltos a pesar de haber cometido crímenes horrendos. No pueden ser apresados porque primero hay que presentar pruebas, mientras tanto continúan segando vidas. Ahora el sistema judicial anglosajón es el que domina hoy los senderos del país. Se impone que el Congreso Nacional se aboque a crear las bases necesarias para que la Ley 36 sea abolida, a fin de que se establezcan legislaciones “que nos permitan respirar un aire de paz, para que se prohíba el porte y tenencia de arma, la publicidad, así como la importancia y las ventas de armas de fuego en el país”, como plantea el padre Luis Rosario.
Lo anterior implica que endurecer las penas e imponer el orden, cueste lo que cueste, sin importar el costo político. El país y la seguridad ciudadana están por encima de todo.