Tiene “quesiyocuantos” años descolgando los colores del arco iris y colocándolos en las tristezas de los niños de la calle. Desde un recodo del Cibao, acompañando su existencia de pinares adustos y sonrisas de vecinos, dedica sus energías vitales y parte de sus días, a pensar en cómo revertir la situación del niño o niña que asalta de repente el semáforo, con la naranja o el agua de jabón, con la semilla de cajuil o el ropero desecho de una enfermedad a cuestas.
Mila tiene una sensibilidad tan grande como el sol y de ésta arroja sus siguientes reflexiones para mi consumo particular, no para su publicación (pero ya tengo su autorización). Quiso, con el texto, sacar de adentro y reproducir el drama de los menores de la calle.
Ahí les va:
¡Cónchole!
En el camino del servicio, he conocido grandes seres humanos. Todos, sin excepción, me han regalado alguna enseñanza. Ellos y ellas defienden sus vidas como si fuera la última pieza del ajedrez y son propietarios de un corazón de tamaño familiar, así como las pizzas. Su situación habla de supervivencia; sonríen aún en las peores situaciones de violencia, injusticia y vulnerabilidad. Estos seres humanos de esta galaxia son jóvenes a
quienes la vida les ha marcado con brújula burlona, otra forma de defender su dignidad. Son niños y jóvenes trabajadores que viven fuera de sus comunidades, hogar y escuela; mujercitas y hombrecitos olvidados por sus padres, incomprendidos por la sociedad, borrados de los presupuestos de los gobernantes y recordados sólo cuando aparecen
en nuestros semáforos, como parte del paisaje urbano.
Estos héroes y heroínas, muchos sin apellido y otros huérfanos del mundo, inician sus labores antes de salir el sol. Otros en la misma situación de riesgo en las calles, se levantan con las tiniebla de la madrugada y aún con sus músculos sin estirar, como los felinos, descargan los camiones atibados de frutos, víveres y vegetales que llegan a los mercados y plazas. En este lado del mundo donde la esperanza, la necesidad y la obligación tienen una cara diferente al mundo de los demás niños y niñas, han crecido
muchos; entre ellos, Juan, un niño-adulto ejemplar de doce años de edad, quien por justicia debiera presidir la presidencia de alguna asociación seria de jóvenes trabajadores cuyas siglas serían: ¡ASEJOTRA!.
Juan despierta primero que el alba. En las primeras horas de la madrugada descarga los camiones que vienen de Constanza y otros pueblos para vender sus cosechas en el Hospedaje. Allí está él, como Hércules, levantando y subiendo sacos hasta que la rudeza
jorobó su tierna espalda y por ende, sus alegrías. Entre el lodo, la desesperanza y la obligación de un prematuro padre de familia, termina sus labores a las seis de la mañana. Regresa a casa de Pita, su abuela, con el cansancio a cuestas, su mesada y
un medio saco de desperdicios de vegetales deshechos. Este manjar empapado de sudor infantil, junto al dinero honradamente ganado, le asegura a Juan que no faltará nada en casa, mientras Pita teje zapatitos para bebés que quizás lleguen al mundo en iguales condiciones que su nieto.
Con esa tranquilidad que sólo brinda el esfuerzo realizado, se viste de blanco como su alma para laborar como asistente de un consultorio dental. Con una tizana en el vientre y la joroba en sus espaldas, esteriliza sus tristezas, dispone de la cubeta que reboza la injusticia, procesa la impresión de sus derechos, observa el alginato y mientras mezcla la amalgama con la resina para recubrir la cavidad de sus penas, cree firmemente que algún día habrá para él y todos los que trabajan en las calles, un futuro
prometedor.
Allí labora hasta la una de la tarde. Terminadas sus tareas en ese altar odontológico, asiste a una olvidada escuela cercana, que secuestrada por el tiempo carece de retretes para descargar pesadillas. En este lugar que denuncia que allí vive el tercer mundo y que la educación no es prioridad, Juan cursa el cuarto curso de educación básica y tiene la certeza de que será dentista o quizás odontólogo para ayudar a Pita y a los ancianos que como ella, necesitan “cajas” para masticar.
Las clases finalizan a las seis. Es el toque de queda para regresar a casa. Allí descansa un poco y dormitando, ambos conversan sobre sus sueños y esperanzas, sin descuidar la tarea escolar del siguiente día que cumple a raja tablas. Juan se acuesta con las gallinas —según dicen los amigos del barrio— sabe a la perfección, que nada ni nadie detiene el intrépido paso de las pesadas horas que en complicidad con el duro trabajo e injusta
rutina, le espera cotidianamente.
Me encantan las matemáticas —dijo Juan— pero ¡cónchole! en varias ocasiones he calculado, sumado, divido o restado y el balance me arroja no más de cuatro a cinco horas de sueño para reponer mis fuerzas.
Este crucigrama humano me hace reflexionar sobre quién ha volteado la mirada para no ver a Juan: ¿yo (el burro por delante), usted, Pita, el padre irresponsable, la madre ausente, la escuela, nosotros o ustedes? Estudiemos como Juan esta tarea;
¡qué caballaíta!
Junio 1/07
Milagros de Féliz